La mayoría de edad
En GRECIA estaba claramente diferenciada entre la sociedad ateniense y la sociedad espartana.
En Atenas cada una de las diez fratrías (hermandades constituidas por varias familias con antepasados comunes) celebraba un festival una vez al año en el mes de Hecatombeón en honor su dios/diosa titulares (Zeus y Atenea); entonces el padre presentaba por segunda vez (ya lo había hecho en el momento de su nacimiento) a su hijo varón de dieciocho años a los demás miembros de la fratría ante el altar de Zeus, a quien dedicaba su cabello recién cortado. Los frateres votaban si era legítimo y libre para admitirlo e inscribían su nombre en la fratría. Esta ceremonia simbolizaba su paso a la vida adulta. Durante los dos años siguientes el joven ateniense, el efebo, estaba libre de obligaciones militares y civiles y sólo se dedicaba a su formación que vigilaba directamente un representante de su tribu. Quizá el traje característico de los efebos era una clámide negra. Desde los veinte a los cincuenta años el varón ateniense era miembro en activo del ejército y de los cincuenta a los sesenta, como veterano, estaba encargado de defender las fronteras y las plazas fuertes del Abadesa.
EL MATRIMONIO
El matrimonio legítimo en Atenas era, por encima de todo, un contrato entre el novio y el representante legal de la novia (padre, hermano o tutor), ya que la mujer no tenía capacidad jurídica para asumir esta responsabilidad. En realidad, el hombre griego consideraba el matrimonio como obligación penosa para tener un heredero de la hacienda, para perpetuar los cultos domésticos y alcanzar el prestigio social que se negaba al soltero.
El primer acto del matrimonio era la engyésis o contrato. Para la ceremonia de la boda se preferían fechas de plenilunio y el mes de enero. Comenzaba con un sacrificio, en el que se ofrecían objetos más entrañables de la niñez, dedicado a los dioses protectores del matrimonio, Zeus y Hera, a Artemis, símbolo de virginidad y a Ilitia, protectora de los partos. También había un baño ritual purificador, con agua de la fuente Calírroe, recogida por un cortejo solemne, del que formaban parte la novia, sus amigas y músicos.
Las casas de los contrayentes se adornaban con guirnaldas y hojas de olivo y laurel. Al banquete, que se celebraba en casa del padre de la novia, asistía ésta cubierta por un velo y una corona, rodeada de sus amigas y asistida por una mujer casada. Llegada la noche se iniciaba la conducción de la novia a la casa paterna del novio, su nuevo domicilio. Ella, con un asador y un cedazo ( símbolo de su nueva vida) subía junto a su esposo a un carro que avanzaba lentamente hasta la morada, rodeado por un cortejo de parientes y amigos a pie, al son del himeneo y a la luz de las antorchas. En la nueva casa tenía lugar la recepción formal protagonizada por el suegro, que coronaba a la novia de mirto, y por la suegra, portadora de una antorcha. La conducían ante el fuego sagrado del hogar, derramaban sobre ella nueces e higos secos y le regalaban un pastel nupcial de miel y sésamo, sustancias relacionadas con la fecundidad, una moneda y un dátil. El día terminaba con la entrada de los esposos en el tálamo.
Al día siguiente, los padres de la novia acudían al domicilio conyugal a entregarles los regalos y la dote acordada. Aún quedaba pendiente un banquete, que debía ofrecer el esposo a los miembros de su fratría.
La única finalidad del matrimonio era la consecución de un heredero, por lo que se evitaba tener un número elevado de hijos, no sólo para no dividir la hacienda entre los varones y las dotes de las hembras, sino porque la mayoría de las familias tenían una economía modesta. Por este motivo estaba dentro de la legalidad la exposición del recién nacido, especialmente si era hembra, así como el aborto.
El hombre privado de descendencia podía servirse de la adopción, bien en vida o a través del testamento. El padre que sólo tenía como heredera a una hija casada, podía adoptar al hijo de ésta, convirtiéndolo en su heredero y así evitaba que a su muerte alguno de sus propios parientes le exigiera el divorcio para desposarla él mismo. Si el adoptado era mayor de edad, podía decidir libremente; en caso contrario necesitaba el consentimiento de sus padres.
Cualquier padre podía repudiar y desheredar al hijo que no tuviera con él la conducta debida.
Para la disolución del matrimonio había diversas causas: la muerte de uno de los esposos, la capitis deminutio, y el divorcio.
La capitis deminutio se daba por la pérdida del derecho de ciudadanía, en cuyo caso, transcurridos cinco años, se suponía que el matrimonio había cesado; así mismo, en el matrimonio del militar de quien la mujer no tuviera noticias después de cuatro años. También, cuando la mujer adoptaba la profesión de actriz o se convertía en una libertina.
Dada la falta de formalidades para contraer matrimonio, tampoco existían éstas para deshacerlo, bastaba con comunicar al otro cónyuge tal decisión, de palabra o por escrito, personalmente o por medio de un mensajero que portaba un billete en el que se leía "coge lo tuyo y vete". La esposa divorciada por mutuo consentimiento o repudiada, abandonaba el domicilio conyugal volviendo a casa de su padre y llevándose la dote. Los hijos permanecían generalmente con su padre.
Socialmente la mujer con un solo marido, univira, estaba mejor considerada que aquella que hubiese compartido varios esposos. Como herencia de la idea republicana de que la familia era la base de la sociedad patricia, incluso en las épocas de máxima relajación moral, estuvo mal visto , pero no penado por la ley, el concubinato (unión marital sin propósito de contraer matrimonio) y todo lo que atentara contra la estabilidad del matrimonio.
El contubernio era la unión legalmente permitida entre esclavo y esclava, o bien entre una persona libre y otra esclava.
La condición de célibe o soltero (personas no casadas o sin descendencia entre los 20 y 60 años) estaba mal vista en la sociedad romana; se les consideraba como personas egoístas que no colaboraban a la grandeza del Estado. Para obligarlos a casarse y tener hijos se les cargaban los impuestos y se les privaba de ciertos beneficios ( Leyes Iulia y Papia Poppaea, del año 9 a. C.). Estas mismas leyes concedían favores a los casados con tres hijos en Roma, con cuatro en Italia y con cinco en provincias. Por ejemplo para el cargo de magistrado gobernador de una provincia tenía preferencia para elegir aquél que tuviera mayor número de hijos. A las mujeres como premio a la fecundidad se les concedían beneficios como la liberación de la tutela con la libre utilización de sus bienes, la libertad de testar, etc.
Al considerarse como finalidad del matrimonio la procreación de los hijos, la falta de éstos se paliaba con el procedimiento de la adopción. A ello se unía el deseo de que el culto familiar y el patrimonio no se extinguiera sino que se mantuviera en otra generación perpetuando así la gens, por lo que era considerado un negocio privado y familiar, pero era tal el respeto que se tenía al padre natural que el adoptado tomaba el nombre de su nuevo padre pero se añade como agnomen el del padre natural con la terminación “-anus”; por ejemplo Publio Cornelio Escipión Emiliano, es hijo de Emilio, adoptado por Publio Cornelio Escipión. En el acto intervenía un magistrado que separaba al hijo de la potestad de su padre natural y lo adhería a la del nuevo paterfamilias. El adoptante tenía que poseer la condición de paterfamilias (a partir de los 18 años) y el adoptado tenía que dar su consentimiento.
La arrogación es la forma más antigua de adopción. Consistía en que un jefe de familia se ponía bajo la potestad de otro, tras la consulta a los pontífices y el pueblo a través de su voto en unos comicios que debían autorizar la arrogación.
LOS RITOS FUNERARIOS
La muerte en GRECIA, como en todas las sociedades antiguas, tenía especial importancia en el grupo familiar. Para los atenienses era fundamental ser enterrados en su tierra natal; por ello se intentaba siempre recuperar los cadáveres de los soldados muertos en campañas lejanas.
Los ritos funerarios debían ser ejecutados por las personas adecuadas: los parientes, especialmente los hijos, que estaban obligados a asumir los gastos funerarios. las mujeres de la familia, muy allegadas al difunto o, en su caso, de más de sesenta años, debían preparar el cuerpo: bañarlo, ungirlo con aceite, envolverlo en un sudario que dejara el rostro al descubierto y adornarlo con coronas, cintas y joyas. la ley prohibía enterrar a un hombre con más de tres prendas, pero se solía poner en la boca del difunto una moneda, con la que éste pagaría al barquero Caronte la travesía del río del Infierno. Al día siguiente el cadáver se exponía (prothesis) en la casa del fallecido o de un pariente próximo, con los pies dirigidos hacia la puerta, en donde se velaba durante uno o dos días. Podía acudir cualquier hombre, pero estaba restringida la presencia de las mujeres a las de parentesco más próximo. La prothesis servía para confirmar la muerte y daba lugar al lamento funerario, protagonizado por las mujeres, que, vestidas de negro y con el cabello recogido, se golpeaban el pecho y cantaban el lamento ritual, aunque a menudo se contrataban plañideras profesionales para el treno fúnebre. Delante de la casa se colocaba un vaso de agua lustral traída de una vivienda vecina porque la de la casa propia se consideraba contaminada. Con ese agua se rociaban los que salían del velatorio para purificarse, y el propio vaso situado en la puerta avisaba del fallecimiento.
Al tercer día, antes de la salida del sol, se celebraba la procesión (ecforá) hacia la sepultura, que la ley obligaba a celebrar sin grandes ostentaciones, por calles secundarias: Para que la muerte no mancillara la luz del sol y porque los ciudadanos no debían intentar sobresalir ni en vida ni en la muerte por sus recursos económicos. Se llevaba al muerto sobre el mismo lecho en el que había estado expuesto, en hombros de sus familiares o en un carro. Al frente del cortejo va una mujer portadora de un vaso para libaciones, luego los hombres y tras ellos las mujeres, cuyo atuendo estaba determinado por la ley (luto negro, gris o blanco). El cortejo fúnebre llegaba hasta la tumba, siempre fuera de las murallas de la ciudad, o en las posesiones familiares. Allí se inhumaba el cuerpo o se quemaba en una hoguera (según la condición social familiar, ya que la cremación resultaba costosa) recogiéndose las cenizas en una vasija, sin apenas ceremonia, porque la ley prohibía los sacrificios en las sepulturas. Sólo se purificaba la tierra y se hacían libaciones, tras lo cual la comitiva regresaba a la casa donde se celebraban largas ceremonias de purificación, pues la impureza provocada por el contacto con la muerte era la peor de todas. Los parientes del muerto se lavaban todo el cuerpo y luego participaban en la comida fúnebre. Al día siguiente, con agua del mar, se purificaba la casa. Tras todo ello se sucedían los banquetes al tercer día, al noveno, al trigésimo después de los funerales y los días de aniversario.
El lugar del enterramiento se marcaba con un elemento que sobresalía del suelo: desde un simple montón de tierra, una construcción de piedra o ladrillo o, más frecuentemente, una estela que tendía a adoptar la forma humana o representar al muerto. Así se conseguía recordar al difunto y evitar la violación de la tumba. Un elemento característico de los enterramientos griegos eran los epitafios, pequeños poemas de elevada calidad literaria que informaban al caminante sobre la personalidad del difunto, la forma de su muerte y la huella que había dejado entre los vivos.
En Roma las relaciones de los vivos con los muertos manifiestan una cierta desconfianza y bastante temor: se admira al difunto, se le honra, pero en el fondo se le tiene miedo. Su mismo contacto deja contaminada y contaminante a la familia, hasta el punto que se preferían para ciertos cargos públicos que tuvieran contacto con la religión aquellas personas que no hubieran sido contaminadas en ningún funeral.
El romano pensaba que con esta vida acababa todo y que la única manera de conseguir la inmortalidad era perdurar en la memoria de los hombres. Todo romano tiene al menos teóricamente la inmortalidad, ya que al morir, pasa a ocupar un lugar en el lararium (altar doméstico) y será venerado por su hijo, por este motivo eran tan numerosas las adopciones en Roma: todo ciudadano ha de tener un hijo, suyo o adoptado, que continúe el culto familiar.
Cuando un ciudadano romano entra en la agonía, se le deposita en tierra de la que su padre lo levantó al nacer, en donde su primogénito recoge su último aliento en un beso a la vez que le cierra los ojos, ordenando al esclavo más antiguo de la casa que apague el fuego del hogar familiar. Entre todos los seres queridos levantan el cadáver, lo colocan en el lecho y se despiden de él, por turno, llamándolo por su nombre, conclamatio, mientras la mujeres de la casa prorrumpen en histéricas lamentaciones, gritan, lloran y se arañan el rostro; por contra, los hombres reprimen, normalmente, toda manifestación externa de dolor. Tras lavar el cuerpo del difunto con agua caliente, afeitarlo y perfumarlo se le amortaja colocándolo en el atrium de su casa que estaba adornado con flores y lámparas; la exposición podía durar varios días. De su rostro se sacaba una máscara de cera que pasaría a formar parte del lararium. Bajo la lengua se le coloca una moneda de plata, el óbolo que el difunto pagará a Caronte.
Un correo anunciará el funeral a los conocidos de la familia. Concluida la exposición se organizaba una comitiva fúnebre, pompa, encabezada por tocadores de flauta y trompetas, a los que seguían unos esclavos portando antorchas, un grupo de plañideras y los familiares que portaban las imágenes de los antepasados (cerae). El difunto iba colocado sobre unas parihuelas seguido de sus familiares, clientes, esclavos y conocidos. Si era de familia ilustre, la comitiva pasaba por el Foro a la hora más concurrida, en donde el cortejo se detenía para que un familiar, próximo al difunto, pronunciara la oración fúnebre, laudatio funebris, en la que se ensalzaban las preclaras virtudes del fallecido. A veces, la comitiva iba acompañada de un bufón que hacía chistes en voz alta, como réplicas sarcásticas a las alabanzas de la laudatio.
Según su condición social se procedía a incinerarlo -clase alta- o a inhumarlo -pobres-. Antes de depositarlo en la pira, recibe el último beso de su viuda y ,tras lo cual, su hijo le abre y cierra los ojos. Una vez encendida la pira, los familiares o amigos le arrojaban ofrendas o flores. Ésta se apagaba con vino y se recogían los huesos para ponerlos en una urna que se colocaría en un monumento funerario habitualmente situado en las principales vías de salida de la ciudad. Aquí se despide el duelo. Los asistentes tenían que purificarse al llegar a sus casas.
Los romanos de condición más humilde, para garantizarse un entierro honorable se hacían cofrades de algún collegia funeraticia que custodiaría las cenizas en una urna que se instalaba en un nicho doble del columbario de la hermandad. Allí acudirán los familiares para llevar flores y ofrendas de trigo y para encender una lámpara el día de difuntos, en el mes de febrero (del 13 al 21). Durante esta novena los magistrados no ostentaban sus insignias, los templos estaban cerrados, no brillaba el fuego en los altares ni se contraían matrimonios.
EL OCIO EN GRECIA
Para un griego o un romano los días festivos eran una parte fundamental e imprescindible de su vida cotidiana.
La idea de una jornada festiva por antonomasia para un griego podría haber sido un día de representaciones teatrales. En los festivales en honor a Dioniso, celebrados cada año y cada cuatro años (Grandes Dionisias), los atenienses se pasaban varios días presenciando las obras, sentados en el teatro, llevando allí incluso su comida.
Tan importante era el fenómeno dramático para el griego que el teatro, junto con el estadio, eran sus edificios más representativos. Ambos tenían el culto religioso como centro. Pero además el teatro cumple una función educativa; por medio de él se intenta una explicación del hombre y de la vida humana, en palabras de Aristóteles y refiriéndose a la tragedia, una función de catarsis (purificación) por medio del sufrimiento.
Los teatros griegos, aunque al principio eran de madera, fueron construidos al aire libre, casi siempre en la ladera de una colina cuya pendiente se aprovechaba para excavar el graderío (teatron, de una raíz que significa "contemplar") semicircular, con dos entradas, parodoi, a los lados.
La gradas rodeaban un espacio circular, orquestra, en el que se situaba el altar de Dioniso y donde se movía, danzaba y cantaba el coro. Los actores representaban en el escenario o proskenion tangente al círculo de la orquestra. Detrás había un edificio largo de techo plano, skené, que podía representar la fachada de un palacio o una cabaña, y que en origen había sido solamente el cobijo en el que se vestían los actores.
El gran tamaño de la mayoría de los teatros griegos muestra lo numerosos que era el público que acudía a las representaciones (más de 14.000 espectadores sentados en Dodona y en Epidauro). Los asistentes notables (los sacerdotes, magistrados y los extranjeros distinguidos) se sentaban en la primera fila en asientos de piedra especialmente reservados y labrados con arte. Los efebos y los metecos tenían un sector reservado en las tribunas del teatro, así como las mujeres que se agrupaban, al parecer, en las gradas más altas.
Los actores y el coro llevaban máscaras hechas con lienzo estucado o cerámica, incluso con cabello y vestimentas muy coloreadas, todo lo cual ayudaba a identificar los personajes, sobre todo dada la circunstancia de que sólo llegó a haber tres actores como máximo y todos hombres. Las máscaras, con las bocas anchas, amplificaban las voces de los actores, pero dificultaban la expresión facial de las emociones. La acústica y la visibilidad de los teatros era, y sigue siendo excelente, pero aún así la actuación era "grande", de gestos expansivos, por la dificultad de distinguir qué actor era el que hablaba en cada momento; se predicaban las emociones ("¡lloro...!") y se presentaban los nuevos personajes que intervenían en la escena ("¡ Mira, aquí llega Menelao...!").
En Atenas para los festivales teatrales los arcontes Epónimo y Basileus preparaban las representaciones con mucha antelación. Primero se designaban los coregos, los ciudadanos ricos que correrían con los gastos de formar, equipar y mantener los coros. El poeta que quisiera participar en el certamen pedía un coro al arconte y éste le otorgaba uno a su gusto. El poeta era su propio director, aunque podía trabajar con un ayudante. Más tarde el arconte elegía al actor principal o protagonista a cuyas órdenes estaban los actores secundarios. Cuando los arcontes tenían la triple lista de coregos, poetas con coros y protagonistas era necesario adjudicar los unos a los otros. En una asamblea del pueblo los coregos, según un turno designado por sorteo, iban eligiendo a los poetas y éstos a su vez a los actores. Por fin se presentaban los poetas con sus compañías en un acto que hacía las veces de cartel y donde se exponían los títulos de las obras que se iban a poner en escena.
Los festivales atenienses comenzaban con una purificación hecha con la sangre de un cochinillo y a continuación se sorteaba el orden de participación.
Se anunciaba el principio de la función por medio de un heraldo que invitaba al poeta a presentar al coro de su obra.
Las representaciones empezaban por la mañana, poco después del amanecer, para dar tiempo a ver antes de la noche cuatro o cinco obras teatrales (una trilogía, el día dedicado a los poetas trágicos, constaba de tres tragedias y un drama satírico). Las mujeres no podían participar como actrices, pero sí como espectadoras. No existía ninguna ley que prohibiera su asistencia a los espectáculos dramáticos, pero su presencia en ellos estaba mal vista, sobre todo cuando se trataba de una comedia, a causa de su contenido más bien frívolo.
La entrada del teatro costaba unos dos óbolos, pero el Estado entregaba esta cantidad a los ciudadanos pobres del fondo público dedicado a los espectáculos.
La colocación del público en los graderíos a veces se hacía con desórdenes y peleas y entonces tenían que intervenir unos funcionarios provistos de varas para hacer guardar el orden. Para unas sesiones tan largas los atenienses llevarían algo para comer allí e incluso algún corego generoso haría que se repartiera entre el público dulces y vino, por lo que el ambiente debía ser eminentemente festivo. En las representaciones el público mostraba ruidosamente sus sentimientos: aplaudía, silbaba, pataleaba... A veces los poetas contrataban algunas personas para que les aplaudieran. Podía asistir a las representaciones todo el mundo, excepto los esclavos.
Al final de los concursos tenía lugar la distribución de premios. Antes del festival se había hecho también la lista general de jueces y de ellos se habían sorteado los diez que votaban las obras al final de las representaciones. De estos diez votos se extraían sólo cinco válidos. En cada categoría, comedia y tragedia, se entregaban tres premios, que consistía en coronas de hiedra, al poeta, al corego y al protagonista.
Alrededor de los edificios públicos y religiosos en las ágoras o en las zonas de recreo de las polis griegas existía también un edificio de rango inferior, pero que cobró importancia con la decadencia del templo: la stoa o pórtico cubierto con columnas, que daba protección a la gente reunida y contenía los establecimientos comerciales.
El estadio, a diferencia de los anteriores edificios, no estaba dentro del área urbana, sino integrado en los conjuntos monumentales de los santuarios, porque las pruebas deportivas se entendían como una ceremonia más de culto a la divinidad. Era un recinto rectangular, ideado para las carreras pedestres, con una pista de tierra de unos 180 ó 190 metros de largo o 600 pies (la unidad de longitud del estadio, de donde tomaba su nombre el edificio) y 30 de ancho. La mayoría de los estadios griegos no tuvo nunca graderío. Los espectadores tomaban asiento sobre la hierba en una serie de cinco o seis terrazas excavadas sobre una colina o construidas sobre un terraplén artificial. En el centro de uno de los lados largos solía haber una tribuna para los jueces que presidían los Juegos, los magistrados y los dignatarios extranjeros invitados. En el estadio de Olimpia enfrente, en el otro lado largo, estaba el sitial para la sacerdotisa de Deméter, la única mujer a la que se le permitía asistir a los certámenes del estadio. Bordeando la pista de carreras en Olimpia se construyeron una serie de canalizaciones para el agua que ayudaban a los espectadores a mitigar el calor en las jornadas deportivas. En los extremos cortos la pista se hallaba delimitada por una hilera de bloques de piedra hundidos en el suelo con dos profundas ranuras donde los atletas apoyaban los pies al inicio de las carreras. En unos agujeros practicados en estas ranuras también se colocaban unas estacas que delimitaban la calle de cada corredor o el sentido de la carrera cuando ésta constaba de varias vueltas al estadio. Algunos estadios, como el de Olimpia, contaban además con un pasadizo de acceso en la cabecera del edificio.
URBANISMO
Por las circunstancias orográficas de Grecia los núcleos de población están próximos al mar, que sirve de vía de comunicación entre ellos, y rodeadas de los correspondientes campos de cultivo. El hombre griego entendía que la ciudad no debía ser demasiado grande para que sus miembros pudieran participar en la gestión de la misma. Se tendía a edificar en lugares altos para una mejor fortificación de cara a los frecuentes ataques de los invasores del interior y los piratas de la costa; esta protección se completaba con murallas, fosos, terraplenes, torres. El acceso a la ciudad se hacía mediante puertas abiertas en la muralla que a menudo estaban compuestas por tres vanos: uno más grande para el paso de carruajes y caballos y los dos más pequeños situados a ambos lados para los peatones. Estos huecos se cerraban con puertas de madera recubiertas con planchas de bronce. A estas fortificaciones se las denomina acrópolis, "ciudad elevada", la más famosa de las cuales es la de Atenas.
Poco a poco la acrópolis se fue despojando de viviendas para albergar los templos y los edificios de uso civil. Al mismo tiempo muchos habitantes se trasladaban a vivir a las partes bajas que rodeaban la acrópolis dando lugar a una verdadera ciudad. Los habitantes de los diferentes núcleos de población dispersos en torno a su acrópolis acudía a la misma para sus actividades económicas, políticas y religiosas, lo cual les daba una conciencia de unidad frente a los griegos de otra acrópolis.
Atenas había crecido desordenadamente, sin un plan urbanístico, por lo que la mayoría de sus calles eran estrechas y retorcidas, con innumerables casuchas muy modestas, aunque si bien es verdad había algún barrio de cierto acomodo con viviendas más amplias. Pero los barrios de los artesanos padecían el hacinamiento motivado por pequeños talleres que estaban distribuidos en las calles por oficios; y mucho más el de las viviendas anejas que debían albergar a una población cada vez más creciente sin posibilidad de ampliación: paradójicamente el desarrollo económico conducía a un empeoramiento de las condiciones de vida, agravado por la escasez de agua.
De todos modos, a causa del clima de Atenas, la gente hacía la vida fuera de las casas trabajando en la calle. Uno de los aspectos que caracterizaban el área urbana ateniense era el bullicio. Otro rasgo de la Atenas democrática era que el pueblo no mostrara reverencia alguna ante los personajes importantes, despreocupándose incluso de cederles el paso: Platón se lamentaba de que hasta los asnos circularan por allí a sus anchas como si creyeran tener también ellos derechos democráticos. En cambio, al llegar la noche las calles se volvían inseguras por carecer de iluminación; así los transeúntes procuraban circular en grupos portando antorchas por temor a posibles robos o ataques.
Frente a este hormiguero urbano la Acrópolis ofrecía una magnífica imagen, por haber sido reconstruida tras la invasión del ejército persa.
El tercer elemento de la vida urbana ateniense era el ágora del Cerámico, centro de la vida económica, social y política. Los griegos construyen sus plazas públicas en forma cuadrada, con dobles y espaciosos pórticos, adornándolas con numerosas columnas, sostenidas con arquitrabes de piedra o mármol formando así galerías en la parte superior para pasear.
El ágora de Atenas estaba atravesada diagonalmente por la calle de las Panateneas (que partía del santuario de Eleusis y conducía directamente a la Acrópolis) dividiéndola en dos mitades: la occidental albergaba una serie de edificios y monumentos suntuosos e importantes para la ciudad, mientras que la oriental era el mercado propiamente dicho, con sus innumerables tiendas y talleres, instalados a la sombra de los plátanos que formaban una especie de toldo para protegerse del sol.
Vitruvio, en “Los diez libros de arquitectura”, establece las condiciones del asentamiento de la ciudad:
"Antes de echar los cimientos de las murallas de una ciudad habrá de escogerse un lugar de aires sanísimos. Este lugar habrá de ser alto, de temperatura templada, no expuesto a las brumas ni a las heladas, ni al calor ni al frío; estará además alejado de lugares pantanosos para evitar las exhalaciones de los animales palustres, mezcladas con las nieblas que al salir el sol surgen de aquellos parajes, vician el aire y difunden sus efluvios nocivos en los cuerpos de los habitantes y hacen por tanto infecto y pestilente el lugar. Tampoco serán sanos los lugares cuyas murallas se asentaren junto al mar, mirando a Mediodía o a Occidente, porque en estos sitios el Sol, en verano, tiene mucha fuerza desde que nace, y al mediodía resulta abrasador; en los expuestos a Occidente, el aire es muy cálido a la puesta del Sol. Y estos cambios repentinos de calor y frío alteran notablemente la salud de los seres que a ellos están expuestos."
Añade además que antes de fundar la ciudad o levantar los campamentos de invierno se inmolaban reses y la observación de sus entrañas determinaba si el lugar era o no salubre para su asentamiento. Relata el caso de la ciudad de Mitilene, en la isla de Lesbos, en la que "cuando sopla el viento de Mediodía (S.) las personas enferman, y cuando el Gállego (O.), tosen; y cuando la Tramontana (N.), se restablecen."
El trazado de la ciudad romana es un reflejo del campamento militar (castrum). La ciudad se articula a partir de dos calles principales: el decumanus, con dirección Este-Oeste, y el cardo, con dirección Norte-Sur, al final de las cuales se abrían las cuatro puertas que daban entrada a la ciudad amurallada. Estas dos calles eran la referencia para un trazado de calles paralelas y perpendiculares que formaban manzanas en las que se edificaban las viviendas.
La mayor parte de la vida pública se hacía al aire libre y eso motivó que las ciudades tuvieran abundantes espacios que dieran cabida a la gente como jardines, calles porticadas, plazas e incluso la prohibición del tráfico rodado durante el día.
La preocupación por el ciudadano creó también una infraestructura que garantizase servicios públicos como el abastecimiento de aguas (fuentes y acueductos, de los que en Roma llegó a haber once) y la red de alcantarillado, así como las termas, baños y letrinas públicas.
En atención a las necesidades de la vida social y económica se construyeron templos, curias, basílicas y mercados de los que hablaremos más adelante. Por ejemplo las ciudades marítimas situaban sus mercados junto al puerto; en ciudades del interior éstos estarían en el centro de las mismas. Para los edificios sagrados, especialmente los templos de los dioses tutelares (Júpiter, Juno, Minerva), debe elegirse el lugar más elevado. El sitio para el templo de Mercurio será junto al Foro; los templos de Isis y Serapis junto al mercado. El de Hércules en las cercanías del circo; el de Marte fuera de la ciudad, para conjurar el peligro de guerra civil y proteger las murallas de los enemigos; el de Venus junto al puerto, para evitar los placeres y desenfrenos; el de Vulcano también estaría situado fuera de la ciudad para proteger las viviendas de los incendios, así como el de Céres para que de este modo fuera más fácil ofrecer los sacrificios a los campesinos.
La organización de la ciudad no siempre se atuvo a estos cánones urbanísticos: Hubo emplazamientos anteriores que carecían de toda clase de ordenamientos: callejas irregulares, casas hacinadas, ruidosas, con derrumbamientos e incendios a causa de los pobres materiales de edificación (adobe, madera...) y las lámparas de aceite. Para combatirlos existía un brigada de bomberos. Una deficiencia en la organización urbanística consistió en que las calles no llevaban nombre y carecían de numeración, lo que ocasionaba una gran dificultad para orientarse. Por ello los romanos tomaban otros puntos de referencia: edificios públicos, estatuas, jardines... El dato más fácil para la orientación era el predominio de tiendas y talleres de una determinada actividad artesanal: la calle de los orfebres, de los panaderos, de los zapateros...
En la civilización romana el forum (que literalmente significa "lugar situado fuera" dado que las ferias y mercados solían celebrarse fuera de la ciudad) era el lugar donde se reunía el pueblo para comerciar o hacer negocios, y también para pasar el rato, donde los magistrados convocaban a la multitud para hablarle, donde se celebran las ejecuciones de condenados; así mismo se celebraban sacrificios, ofrendas, ceremonias sagradas, juegos de animales y gladiadores y banquetes públicos. En los muros de los monumentos del foro se exponen las leyes, las prescripciones religiosas, tratados, etc.