3. Historia \ El final del siglo XX \ Nuevas tensiones en el mundo
Tácito y la historiografía
La intervención soviética en Afganistán
La década de 1970 representó en su conjunto un período de relativa distensión entre Estados Unidos y la URSS, gracias a algunos acuerdos comerciales y militares y a la apertura política que mostró la Alemania de Willy Brandt frente a la Unión Soviética. Los años ochenta, en cambio, comenzaron con signos de una renovada tensión, a causa de la carrera armamentística y del enfentamiento ideológico y propagandístico.
En estos años se formaron los nuevos gobiernos conservadores de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y de Ronald Reagan en Estados Unidos. Fueron también los años en que el bloque soviético manifestó sus primeras fisuras.
En diciembre de 1979, el Ejército Rojo invadió Afganistán con la intención de acabar por la fuerza con el nuevo gobierno de Afizullah Amin, que murió durante la operación. El gobierno en cuestión fue sustituido por un régimen directamente dependiente de Moscú y encabezado por Babrak Karmal.
Los diversos gabinetes que se habían sucedido en Kabul, la capital de Afganistán, desde el golpe de estado comunista de 1978, no habían logrado quebrar la resistencia del movimiento islámico que, favorecido por la opinión pública, amenazaba con alejar al país de la órbita soviética.
No obstante, lo que el Kremlin había proyectado como una operación político-militar rápida y segura se fue complicando más de lo previsto hasta convertirse en un verdadero polvorín. A ello contribuyó por un lado la pertinaz resistencia del pueblo afgano, que protagonizó una incansable guerra de guerrillas contra las tropas de ocupación. Por otra parte, los soviéticos toparon con la airada oposición de un Occidente cada vez más dominado por la intransigencia en política exterior del presidente estadounidense Ronald Reagan y de su aliada europea, Margaret Tatcher, la "dama de hierro".
Polonia y Solidarnosc
Otra espina para la Unión Soviética de los primeros años ochenta fue Polonia. Este país representaba en cierto sentido un caso anómalo dentro del bloque del este, lo que se acentuó más si cabe a partir de 1978, cuando la elección de un papa polaco, Karol Wojtyla, proporcionó a la Iglesia católica de Polonia una nueva fuerza, que resultó útil incluso desde el punto de vista político.
En el verano de 1979, los obreros de las minas de Danzig, el pulmón económico de Polonia, se declararon en huelga y su protesta llegó a alcanzar unas proporciones que desafiaban la estabilidad del propio régimen. La protesta se extendió rápidamente por todo el país, bajo la coordinación del sindicato libre Solidarnosc y de su líder, Lech Walesa.
El régimen adoptó, en un primer momento, una actitud conciliadora, y reconoció al sindicato. Sin embargo, las revueltas no cesaron.
Con el fin de reinstaurar el orden y de evitar una eventual intervención soviética, el partido optó entonces por recurrir a la fuerza; y así, en diciembre de 1981, fue decretado el estado de sitio y quedó instaurado un consejo militar de salvación nacional presidido por el general Jaruzelski.
Se impuso el toque de queda, la censura y el bloqueo de las comunicaciones con el extranjero. El sindicato Solidarnosc fue disuelto y sus principales representantes, incluido el propio Lech Walesa, acabaron en prisión.
Estas medidas excepcionales fueron revocadas a final de año y entonces entró en juego la Iglesia católica que, a través del primado monseñor Glemp había actuado en numerosas circunstancias como interlocutor de Jaruzelski y como foco aglutinador de la oposición al régimen.
Precisamente por la importancia de su papel político, la Iglesia católica tuvo que pagar un precio muy alto. En octubre de 1984 el padre Jerzy Popielusko, un sacerdote cercano a Solidarnosc, fue secuestrado, torturado y ejecutado por funcionarios de los servicios secretos. Éstos pretendían, a espaldas de Jaruzelski, crear un clima de insurrección popular que obligara al general a reinstaurar el estado de guerra.
América Latina: el retorno a la democracia
La década de 1980 comenzó en América Latina bajo el signo de la inestabilidad política. El continente se hallaba dividido por la lucha entre las anacrónicas dictaduras militares llegadas al poder en los años sesenta y setenta, y sostenidas más o menos directamente por Estados Unidos, y la oposición clandestina. La dura crisis económica que maltrataba a los estados latinoamericanos iba ahondando la grieta que separaba a la opinión pública de los gobiernos. La resistencia de amplios sectores de la población amenazaba cada vez más de cerca la pervivencia de las dictaduras militares, las cuales reaccionaban con una violenta política represiva, que no excluía el secuestro y la eliminación física de los disidentes.
De hecho, en 1983, con la llegada de la democracia a Argentina salió a la luz en toda su gravedad el fenómeno de los "desaparecidos", millares de individuos secuestrados y ejecutados por la junta militar por su oposición al régimen.
Casi todos los estados latinoamericanos emprendieron a lo largo de la década el difícil camino hacia la democracia. Las dictaduras dejaron paso a gobiernos elegidos democráticamente en Brasil, Perú, Bolivia, Guatemala, Uruguay, Ecuador y Argentina. Incluso Chile logró liberarse en 1990 de la dictadura instaurada por el general Pinochet 15 años antes.
Esta evolución política resultó a menudo frágil, por no ir acompañada de una auténtica renovación de la clase dirigente, y también por la magnitud de los problemas económicos y sociales ligados al subdesarrollo. De hecho, todos estos países se han caracterizado por una fuerte dependencia económica, por un elevado nivel de inflación y por las tensiones sociales nacidas de la miseria, la superpoblación y la criminalidad.
Otro distintivo de la economía de todos estos estados es la enorme deuda externa que dejaron en herencia los regímenes dictatoriales, que recurrieron a los préstamos extranjeros para hacer frente a los gastos militares y para impulsar el proceso de industrialización.
La India hacia el desarrollo
En octubre de 1984 murió en atentado Indira Gandhi, la gran estadista india que, prosiguiendo la política de su padre Nehru, estaba intentando liberar a la India de la plaga del subdesarrollo. Gracias a una profunda revolución agrícola basada en una completa renovación tecnológica, Indira Gandhi había conducido al país a la autosuficiencia alimentaria, iniciando al mismo tiempo un sólido proceso de industrialización.
Pero todo ello no había bastado para resolver definitivamente el grave problema del hambre, debido en parte a un fortísimo incremento demográfico. Todavía hoy alrededor de la mitad de la población de la India vive bajo la amenaza de la pobreza, con estructuras sanitarias insuficientes y un altísimo grado de analfabetismo. Indira Gandhi fue asesinada por un guardia del cuerpo de nacionalidad sikh, una minoría étnica separatista frente a la cual la primera ministra siempre había mantenido una actitud represiva. Le sucedió su hijo Rajiv Gandhi, que prosiguió la línea política de su madre hasta que en 1991 fue también víctima de un atentado.
