El resto del ensayo se dedica a una vívida descripción de la erosión de la autoridad gubernamental durante los últimos años sesenta y los primeros setenta. Extrañamente, en sus conclusiones Huntington no retorna al Estado benefactor que había identificado anteriormente como el culpable original de la `crisis de la democracia´, y aboga simplemente por una mayor moderación y menos `credo apasionado´ en la ciudadanía como remedios a los males de la democracia. No obstante, todo lector atento al ensayo en su conjunto saca de esa lectura la sensación de que, en buena lógica, hay que hacer algo con el giro al bienestar si es que la democracia estadounidense debe recuperar su fuerza y su autoridad.”
Frente a ese diagnóstico de Huntington, según el cual los problemas de gobernabilidad se derivan de un “exceso de democracia”, que es preciso corregir y, en consecuencia, la “moderación en la democracia” viene a ser la única vía para resolver los problemas de las sociedades occidentales actuales, la tesis de Claus Offe al respecto parte de la siguiente consideración:
“No hace falta hacer un gran esfuerzo de interpretación para descifrar la crisis de gobernabilidad detectada como la manifestación políticamente distorsionada del conflicto de clase entre trabajo asalariado y capital, o para ser más precisos: entre la exigencias políticas de reproducción de la clase obrera y las estrategias privadas de reproducción del capital”.
De ahí que para Offe, más allá de las mixtificaciones ideológicas conservadoras al respecto, el verdadero asunto consista en lo siguiente:
“Desde mediados de los setenta, toda una serie de analistas en su mayor parte conservadores han calificado este ciclo como extremadamente viciado y peligroso, que tiene que producir, a su juicio, una erosión acumulativa de la autoridad política e incluso de la capacidad de gobernar (Huntington, 1975), a no ser que se tomen medidas eficaces que liberen la economía de una intervención política excesivamente detallada y ambiciosa, y que hagan inmunes a las élites políticas de las presiones, inquietudes y acciones de los ciudadanos. Con otras palabras, la solución propuesta consiste en una redefinición restrictiva de lo que puede y debe ser considerado `político´, con la correspondiente eliminación del temario de los gobiernos de todas las cuestiones, prácticas, exigencias y responsabilidades definidas como `exteriores´ a la esfera de la verdadera política. Este es el proyecto neoconservador de aislamiento de lo político frente a lo no-político. (...) El proyecto neoconservador trata de restaurar los fundamentos no-políticos, no-contingentes e incontestables de la sociedad civil (como la propiedad, el mercado, la ética del trabajo, la familia, la verdad científica) con el objetivo de salvaguardar una esfera de la autoridad estatal más restringida - y por consiguiente más sólida- e instituciones políticas menos sobrecargadas”
En una línea similar, Alberto Oliet ha destacado también el aspecto más importante de la unilateralidad del planteamiento neoconservador,
“(El neoconservadurismo) no puede obviamente traslucir una falta de fé en el sistema democrático. Pero en la crítica al Estado benefactor, en su versión de la crisis del mismo, se dejan sentir los ecos de las viejas propuestas conservadoras. La `ingobernabilidad´ deriva de la sobrecarga de expectativas que, impulsadas por los acuerdos institucionales de la democracia de masas, no puede asumir la administración estatal. No se plantea el problema de forma inversa, es decir, buscando su causa en las propias condiciones de acumulación del capital que no ven renovadas sus pautas de legitimación.”
Pese a ello, la mayoría de las interpretaciones liberales y/o conservadoras de la crisis acabarían por hacerse eco de esa reformulación más política que propiamente económica, de la causalidad de la crisis, establecida por el mencionado planteamiento de Huntington. Así, por ejemplo, para el politógo conservador británico Samuel Brittan, la causa de la famosa “sobrecarga” (overload) del Estado de Bienestar, origen de la crisis económica de los 70, era asimismo fundamentalmente política: obedecía a las “excesivas expectativas” generadas por la propia democracia.
Los análisis conservadores de la crisis económica subrayaban, en general, su carácter espiritual:
“la crisis contemporánea es más que ninguna otra cosa una crisis espiritual. El problema es que nuestros valores están llenos de vacíos, nuestra moral y nuestra educación corrompidas.”
O bien relacionaban la crisis económica con la contradicción cultural clave apuntada por Daniel Bell -entre la santificación protestante del trabajo, con su ética del sacrificio y del diferimiento de la gratificación, de una parte, y el hedonismo modernista promovido por la comercialización capitalista, que estatuye y universaliza los valores de la gratificación instantánea, el lujo, el confort y el libertinaje, de otra-. Lo que, en definitiva, socava los cimientos morales de la sociedad, si bien, desde la perspectiva estrictamente económica, Bell, al igual que otros sociólogos y politólogos conservadores, acababa por conceder verosimilitud a la tesis neomarxista de O’Connor.
Por su parte, las variantes neoclásicas de las explicaciones estructuralistas de la crisis, en general, la atribuían, en la línea de Huntington, a la sobrecarga general de la economía capitalista por los gravámenes financieros y regulativos del Welfare State.
Tan favorable acogida doctrinal a la reformulación política de Huntington de la causalidad de la crisis probablemente se relacionaba con el hecho de que incorporaba en sí misma la alternativa a la crisis más coherente con la naturaleza misma del sistema liberal-democrático capitalista. Pues, como oportunamente matizaba al respecto Rafael del Aguila,
“el demócrata sabe que la descripción de nuestras sociedades como sociedades democráticas con controles liberales -descripción, por lo demás, muy usual en nuestra jerga politológica- es incorrecta. Más bien vivimos en sociedades profundamente liberales a las que se interponen controles democráticos.”
Ahora bien, no es menos cierto que, como ha sostenido Chantal Mouffe, la defensa de la democracia liberal no tiene por qué confundirse necesariamente con la defensa del capitalismo:
“Una objeción a la estrategia de democratización concebida como cumplimiento de los principios de la democracia liberal es que el capitalismo constituye un obstáculo insuperable para la realización de la democracia. Y es cierto que el liberalismo se ha identificado generalmente con la defensa de la propiedad privada y la economía capitalista. Sin embargo, esta identificación no es necesaria, como han alegado algunos liberales. Mas bien, es el resultado de una práctica articulatoria, y como tal puede por tanto romperse. El liberalismo político y el liberalismo económico necesitan ser distinguidos y luego separados el uno del otro. Defender y valorar la forma política de una específica sociedad como democracia liberal no nos compromete en absoluto con el sistema económico capitalista. Este es un punto que ha sido cada vez más reconocido por liberales tales como John Rawls, cuya concepción de la justicia efectivamente no hace de la propiedad privada de los medios de producción un prerrequisito del liberalismo político.”
Esa reformulación conservadora de Huntington, proporcionaba por sí misma, además, la línea de menor resistencia política posible, lo que, a su vez, facilitaba la viabilidad práctica de las soluciones implícitamente propuestas. De este modo, una vez formulada la divisa estatofóbica neoconservadora, de inequívoco regusto paleoliberal -Menos Estado, más mercado-, y apoyándose en los éxitos electorales de Reagan y Thatcher a lo largo de la década de los ochenta, la nueva ortodoxia económica neoliberal entronizará al mercado como único mecanismo válido de asignación social de recursos, y apoyándose en las Rolling back the State Theories -cuyo punto de partida es la famosa afirmación de Ronald Reagan, Government is not the solution to our problem… Government is the problem-, encaminadas a la implantación del Minimal State, instrumentará unas reformas fiscales y monetarias que enriquecerán a los ricos y empobrecerán aún más a los pobres, proscribirá las políticas sociales, y acabará declarando una guerra sin cuartel al modelo social europeo, y postulando el desmantelamiento del Estado de Bienestar.
Pero, como ha señalado Ulrich Beck, su “fundamentalismo de mercado no es sino una forma de analfabetismo democrático”, y cabría añadir que histórico, pues la “domesticación” del capitalismo liberal clásico mediante la política keynesiana y la constitucionalización de los derechos económicos y sociales de la ciudadanía, teorizada por primera vez en su formulación contemporánea por el sociólogo británico T.H. Marshall, no fue el fruto de un capricho, más o menos intolerable en épocas de pretendida escasez, sino la respuesta más racional a aquellas catástrofes sociales y políticas, provocadas en los años treinta precisamente por su incontrolado funcionamiento, que finalmente condujeron a la radicalización política de los fascismos y a la II Guerra Mundial. Por lo que, en definitiva, concluye Beck,
“Sólo las personas que tienen una vivienda y un puesto de trabajo seguro y, por tanto, un futuro material, son ciudadanos que hacen suya la democracia y la vivifican. La pura verdad es que sin seguridad material no hay libertad política. No hay democracia, sino amenaza de todos por los nuevos y viejos regímenes e ideologías totalitarias.”
Un planteamiento, por cierto, muy similar al que recientemente formulaba Fernando Savater,
“Creo que hoy la principal diferencia entre izquierda y derecha en las democracias desarrolladas es que la primera sostiene que si ciertos derechos no son garantizados por las instituciones públicas a todos -a despecho de azares biográficos o intereses mercantiles -, la noción misma de ciudadanía se vacía de contenido. La sociedad puede ser una palestra, pero no el circo romano donde algunos privilegiados tienen seguro el palco cuando salen a la arena los leones; puede ser en ciertos aspectos un casino, pero siempre que un mínimo de fichas esté asegurado a cada jugador como punto de partida y que nadie se vea obligado a las primeras de cambio a empeñar su camisa mientras que otros pueden jugarse hasta la camisa de los demás. Nuestras sociedades se mueven hoy en un círculo ciegamente vicioso: entre una creciente desregulación de la legislación social que aumenta el nivel de pobreza efectiva existente, dejando a más y más individuos en la zona precaria de la que cada vez hay menos probabilidades de salir, y una normativa rígida que frena la iniciativa privada, obstaculiza el reparto de trabajo y bloquea la posibilidad de actividades alternativas socialmente útiles. Sería deseable desde la izquierda romper este círculo estudiando la posibilidad de un ingreso básico general de ciudadanía, entendido no como un subsidio (parados, jóvenes, ancianos), sino como un derecho de todos, a partir del cual pudiera optarse por trabajos remunerados, servicios sociales voluntarios…o la vida contemplativa. Es un proyecto revolucionario, si se quiere, pero no más de lo que lo fue en su día el sufragio universal. Obligaría a redefinir el mercado de trabajo, la relación entre productividad y retribución, el sentido de la protección social, etcétera. También se alcanzaría una nueva dimensión de la responsabilidad individual, entendida desde la libertad y no desde la cruda necesidad.”
Se trata, en efecto, de esa noción sustantiva de la ciudadanía social, que en estas dos últimas décadas ha sido objeto de un intenso debate en la Ciencia Política anglosajona entre partidarios y detractores de estos derechos característicos del Estado Social. No obstante, hay una coincidencia casi generalizada en la consideración de que, en principio, la efectiva vigencia de los derechos sociales y económicos de ciudadanía son un prerrequisito indispensable para garantizar el libre ejercicio de los derechos civiles y políticos característicos de las liberal-democracias de masas. Y, sin embargo, lo cierto que, en las condiciones actuales, como ha subrayado Giddens,
“Quedan totalmente expuestos los límites del concepto de ciudadanía económica propuestos por Marshall. No se puede considerar que los derechos legales políticos estén `asentados´ ni que constituyan una base estable para los `derechos sociales´. Por el contrario, suponen un combate por la democracia que involucra a sectores enteros de la población (como las mujeres) que, en la época de Marshall, no habían roto aún con su situación tradicional. Marshall juzgaba la `ciudadanía económica´ de una manera demasiado pasiva y paternalista y daba por descontada la relación entre la ciudadanía y el Estado nacional, en lugar de examinarla enérgicamente”
En efecto, como veremos más adelante, el problema de la efectiva vigencia de estos derechos de ciudadanía en Europa resulta ser tanto más espinoso en la actualidad, cuanto que los procesos simultáneos de globalización económica y financiera, de una parte, y de integración europea, de otra, conllevan una creciente pérdida de capacidad regulatoria de los Estados nacionales, y un desplazamiento, tanto del ámbito del posible debate político democrático, como de la escala adecuada para la toma de decisiones políticas efectivas. Lo que, en ausencia de un demos, de un sistema de partidos y de una opinión pública europeos, propiamente dichos, hace mucho más dificultoso cualquier intento serio de plantear siquiera las posibles soluciones del problema.
III. LAS CAUSAS DE LA CRISIS Y EL NEOCORPORATIVISMO
“Los beneficios empresariales de hoy son las inversiones
de mañana y los puestos de trabajo de pasado mañana.”
Helmut Schmidt
Como ya se ha indicado, en los primeros años de la crisis del modelo, la respuesta político-económica predominante fue todavía de carácter keynesiano, típicamente socialdemócrata. Por ello, la recuperación operada a partir de 1975 y que duraría hasta finales de los setenta, presentaba esas características: aumento del gasto público, de los salarios reales, de los gastos de protección social y del crédito en el conjunto de las economías.
Ahora bien, es precisamente entonces cuando se pone de manifiesto que en la nueva situación de "estanflación" (estancamiento con inflación), las políticas de esa naturaleza podían, en efecto, generar crecimiento, pero no eran capaces de acabar con la inflación, ni con el desempleo, ni, lo que resultaba mucho más importante desde la óptica de la propia funcionalidad sistémica, garantizaban la recuperación de los beneficios empresariales; por el contrario, propiciaban una distribución de la renta que terminaba por favorecer a las rentas salariales. De hecho, en tal recuperación se registra un incremento de los salarios reales que se traduce en un aumento de entre un tres y un cuatro por ciento de la participación de los salarios en la renta nacional entre 1975 y 1979 para el conjunto de los países de la OCDE; mientras que, por el contrario, la participación del beneficio no llegaba a ser suficiente para impedir la caída de la inversión en capital fijo que precisaba la reestructuración productiva.
La OCDE se quejaría, en efecto, años más tarde de que al amparo de esas situaciones se había producido “una corriente de militancia sindical (...) cuya herencia iba a ser duradera” y se había favorecido el mantenimiento de políticas keynesianas, lo que
“creó fuertes presiones para una expansión continuada de los privilegios, para la aceptación de medidas restrictivas en los mercados de factores y de productos, y para la proliferación de compromisos de gasto que desbordaron ampliamente el margen suministrado por el crecimiento económico.”
Es decir, que era precisamente el papel de estas políticas keynesiano-socialdemócratas, en las que las fórmulas neocorporativistas desempeñaban un papel tan destacado como elemento integrador de la conflictividad social, lo que iba a ser puesto en cuestión en adelante, precisamente porque dificultaba el objetivo principal exigido por una salida de la crisis coherente con el sistema de propiedad existente: la redistribución de las rentas en favor del beneficio empresarial.
De ahí que las nuevas políticas económicas “de ajuste” -la contención del gasto (y del déficit) público, el control de los aumentos salariales, la obsesión antiinfacionista, la progresiva desaparición de las políticas sociales redistributivas, la potenciación de políticas de estímulo de la oferta, la reestructuración de sectores productivos ineficaces, las políticas monetarias restrictivas, etcétera- que iban a adoptarse a partir de los primeros años ochenta no fueran, en realidad, tanto el resultado de un debate sobre la validez y/o la sostenibilidad, empíricamente establecidas, de las políticas económicas keynesianas aplicadas, cuanto la consecuencia política (de carácter decisionista) de que, como señalara Robert Solow, un economista tan prestigioso como poco inclinado a la heterodoxia,
“era necesaria la redistribución de la riqueza en favor de los más ricos y del poder en favor de los mas poderosos.”
Y, en consecuencia, la lucha contra la inflación se convertirá en el objetivo prioritario de la nueva política económica ortodoxa, mientras que el desempleo masivo y crónico pasará a desempeñar una funcional instrumental clave al servicio de dicho objetivo. Como ha manifestado Juan Torres, a ese respecto,
“Es claro que el mantenimiento de los altos niveles de desempleo ha sido un instrumento perfectamente adecuado para lograr contener la presión salarial, aumentar la docilidad en los procesos de trabajo para aumentar su productividad y, en definitiva, para que la relocalización más rentable de los capitales se pudiera llevar a cabo con la mayor libertad posible.
Esa ha sido la razón de que los gobiernos hayan sido tan reacios a situar la lucha contra el paro entre los objetivos prioritarios que perseguían sus políticas económicas, como veremos más adelante. Y no sólo éso, sino que éstas se llevaron deliberadamente a cabo para mantenerlo. Como dijo a mediados de los años setenta un economista no precisamente heterodoxo, H. G. Johnson (1981, p. 281), `la falta de puestos de trabajo hoy día tiene que atribuirse a una decisión deliberada de las autoridades económicas.´”
En efecto, a partir del establecimiento del carácter prioritario de la lucha contra la inflación, se invertirá la relación preexistente entre el empleo y la inflación como objetivos fundamentales de la política económica. Por decirlo en los términos de un destacado miembro de la OIT, Guy Standing,
“Una forma de caracterizar el principal cambio que se ha producido en el pensamiento económico es que en la `era keynesiana´ (circa 1944-74) se esperaba que la política macroeconómica asegurara el pleno empleo, mientras que la política microeconómica mantenía a raya las presiones inflacionistas. En la era neo-liberal (circa 1975-96?), la política macroeconómica iba dirigida a controlar la inflación mientras se esperaba que la política microeconómica influyera en el empleo pero no que asegurara el pleno empleo.”
Pero es que, además, el carácter prioritario otorgado a ese objetivo de la lucha contra la inflación expresaba ya en sí mismo la naturaleza política de la opción finalmente adoptada para la salida de la crisis. Pues lo que refleja la inflación es siempre la existencia de una pugna distributiva, en cuanto que constituye un intento de algún o algunos agentes sociales por situarse más favorablemente que los demás en el “reparto de la tarta”. Como ha observado Juan Torres,
“Ya se trate de incrementos salariales por encima de las ganancias de productividad, de aumentos en los precios de las materias primas, de estrategias para lograr aumentar los beneficios en un contexto de escasa competencia, o de cualquier otro fenómeno, lo que ocurre es que alguien está procurándose una ganancia en el reparto a costa de otro.
Y eso, naturalmente, es peligroso, sea cual sea el beneficiario. Entre otras cosas, porque su resultado no depende de leyes económicas, sino de la fortaleza política de cada agente, de su poder para imponer decisiones a la hora de firmar un convenio colectivo, de operar en un mercado internacional o de aprovecharse de que oferta un bien necesario y sin competidores que le hagan sombra, por ejemplo. Y, como todos sabemos, la fuerza política es acumulativa: un éxito hoy es la mejor garantía para conseguir otro mayor mañana.
Ahí radicaba, y radica, el auténtico peligro de los brotes inflacionistas (…).
Mucho más lo era cuando todo indicaba que las principales causas de la inflación de los setenta se asociaban a los costes salariales (la otra cara del beneficio a la hora del reparto) y a los precios de las materias primas procedentes de los países de la periferia (la otra parte del comercio mundial a la hora de apropiarse de las ganancias del intercambio). Es decir, las dos piedras angulares de la rentabilidad capitalista.”
A partir de entonces, la consideración de la lucha contra la inflación como meta absolutamente prioritaria irá “secuestrando” poco a poco a todos los demás objetivos tradicionales de la política económica, incluyendo al propio crecimiento económico -como lo demuestran la aparición de indicadores como la NAIRU (Non-accelerating inflation rate of unemployment) o de conceptos como el de “tasa natural de desempleo”-, la política monetaria irá desempeñando cada vez más la función instrumental básica antes asignada a la política fiscal, el nivel de desempleo en todas las economías europeo-occidentales irá haciéndose cada vez más masivo y crónico y de este modo se iniciará un proceso de fragmentación social que, como ha destacado Guy Standing, tendrá posteriormente importantes consecuencias políticas,
“Tradicionalmente, la política (social y de mercado de trabajo) se concebía, se encaminaba y se ponía en práctica porque quienes la desarrollaban creían que era la apropiada, y de manera típica uno de los motivos principales habría sido el considerarla de algún modo vinculada al `principio de la diferencia´ rawlsiano: las medidas estaban justificadas si cabía esperar que contribuirían a mejorar la situación económica de los grupos más desfavorecidos de la sociedad. Esta ya empezaba a dejar de ser la norma. Cada vez más, parecía que las iniciativas políticas habían pasado a depender de su atractivo percibido por el `votante medio´. Dicho claramente, a no ser que se percibiera que un cambio iba a ser considerado como favorable por un bloque clave de votantes, probablemente no se pondría en práctica.
Este `electoralismo´refleja en parte la erosión de las tradicionales nociones de clase como base de la producción y la distribución, y el crecimiento de la fragmentación social. Cuando la `clase trabajadora´ era percibida como el mayor bloque de votantes y como poseedora de un conjunto esencialmente homogéneo de intereses, y quienes se consideraban sus representantes políticos contemplaban el avance del movimiento obrero como la gradual (o rápida) redistribución de la renta y el control, el pleno empleo y el Estado de bienestar eran cada vez más reclamados.”
Sin embargo, a lo largo del período 1948-75, en que no existían problemas de acumulación, la máxima ambición tanto de los titulares del capital -inversionistas y dirigentes empresariales, a través de procedimientos de “cogestión” (Alemania, Austria, países escandinavos, etc.)-, como aún en los primeros años ochenta, en que ya comienzan a plantearse abiertamente tales problemas de acumulación, de los responsables políticos y sociales -Presidentes de gobiernos, ministros económicos y dirigentes empresariales y sindicales implicados en la fijación de “pactos sociales neocorporativos”, etc.-, era promover la concertación, mediante el llamado diálogo social, con objeto de encauzar el conflicto de clases y garantizar una disciplina colectiva que no pusiera en cuestión la pauta distributiva existente.
Para Claus Offe, los dos factores que permitieron la compatibilidad entre el capitalismo y la democracia en Europa durante dicho período fueron, por una parte, los partidos políticos de masas y la competencia entre ellos y, de otra, el Estado de Bienestar keynesiano. En ese contexto, considera Offe que el neocorporativismo no es, en realidad, más que una nueva estrategia de dominación del capital, que facilita la “gobernabilidad” en situaciones de crisis y que puede incluirse en el marco táctico de un neoconservadurismo cada vez más hegemónico. Dado el monopolio representativo otorgado por el Estado, los acuerdos neocorporativos tripartitos (Estado-sindicatos-empresarios) posibilitan la penetración indirecta de la autoridad estatal en esos grupos sociales dominados que formulan demandas de bienestar y que, por medio de la acción de los dirigentes sindicales, serán persuadidos, no sólo para el disciplinado cumplimiento de tales pactos, sino también para la moderación de sus reivindicaciones. Paralelamente, se tratará de sustraer determinados temas económicos del ámbito de las decisiones políticas estatales, hasta ahora establecidos a través del debate democrático y del proceso de competición electoral, para devolverlos al ámbito económico del mercado, aligerando, mediante la delegación neocorporativa la pretendida “sobrecarga” del Estado.
En este sentido, pues, cabe afirmar que el resurgimiento de las estructuras corporativas para incorporar políticamente a la clase obrera organizada constituye un buen ejemplo, habida cuenta de las limitaciones establecidas por la propia funcionalidad sistémica y de su posición subordinada en esa incorporación, del intento deliberado de aislar la regulación política de la economía del control de la clase obrera. Shonfield, por ejemplo, haciéndose eco de la clásica tesis funcionalista de Dahrendorf, sostiene que el surgimiento histórico del Estado capitalista intervencionista, que pretende mantener el pleno empleo, regular la conflictividad laboral, controlar la inflación y estabilizar el ciclo económico, ha ido sistemáticamente asociado a la institucionalización del conflicto de clases.
Pero posiblemente sea Claus Offe quien de manera más sistemática ha puesto de manifiesto el carácter profundamente asimétrico-desigualitario de la incorporación de la clase obrera organizada a las estructuras neocorporativas:
“Los intentos corporativos por encontrar la solución a los problemas globales unen tanto más fácilmente el triángulo del Estado, los sindicatos y los inversores o patronos, cuanto más igualmente afectados se vean los actores colectivos involucrados por los problemas no resueltos del sistema, y cuanto más sensibles sean hacia todos estos problemas sin excepción y más capaces de tomarlos en consideración. De hecho, todos tienen que estar `metidos en el mismo bote´. Sin embargo, precisamente en los contextos del mercado de trabajo, de la política de empleo y de la política social no se cumple ni remotamente esta condición, con lo que la metáfora del bote en que nos encontramos todos juntos no va más allá de ser el emblema filosófico de una agrupación, de la patronal. Casi sin exagerar puede afirmarse que es del todo inexplicable que la patronal tenga razones para interesarse por un grado alto y estable de empleo y que, en consecuencia, pueda considerar una situación de paro crónico y masivo con sus consiguientes problemas para el sistema de la seguridad social del Estado de Bienestar como un problema sistémico que moviliza su sentido de la responsabilidad (...). Dejando de lado algunos temores vagos, pero claramente infundados acerca de un cuestionamiento del sistema político-económico, no hay ninguna motivación del lado de la patronal para tomar en serio como `problema del sistema´ el problema de una crisis crónica de ocupación -en vez de tratarlo como un `problema de los de enfrente´ no del todo insatisfactorio para los intereses de la propia colectividad. Desde este punto de vista, los problemas de empleo y de política social se sitúan, al menos, en un plano secundario, y son sólo resolubles indirectamente, es decir, como consecuencia de un nuevo impulso en el crecimiento económico. Para mí, esto constituye la prueba principal de la existencia de unos `umbrales de sufrimiento´ ante problemas del sistema muy desigualmente repartidos (...).
Otra objeción se relaciona con la estructura de clases. La capacidad es asimétrica en las agrupaciones del trabajo y del capital. Si se plantea el tratamiento corporativista de macroproblemas como un intercambio en el que dos o más partes se comprometen recíprocamente a hacer paso a paso ciertos sacrificios, e imponerse ciertas limitaciones en nombre de un interés común en el mantenimiento de un sistema, resulta evidente que el que tenga lugar un tal cambio ha de depender de la certeza recíproca de que también el correspondiente lado de enfrente `está haciendo su aportación´. De no darse esta seguridad recíproca sobre el intercambio de sacrificios, se correrá el riesgo de ser, a la postre, el único sacrificado, con lo que se considerará el sacrificio propio como inadmisible y sin sentido. Precisamente así se plantea el problema en temas salariales y de política de empleo: no puede asegurarse, ni teórica, ni institucional, ni moralmente que los sacrificios de un lado (por ejemplo, en forma de unas exigencias salariales `responsables´ y moderadas) tendrán una contrapartida del otro lado (como, por ejemplo, en forma de un mayor empleo o de una renuncia a subidas de precios). Las decisiones de los patronos sobre inversiones, empleos y precios son un asunto privado suyo, regulado por el mercado y sobre las que las agrupaciones no tienen ninguna atribución. Nada ni nadie puede, por consiguiente, garantizar que se vaya a aportar la contrapartida. Un juego en el que ésto ocurre, sigue, evidentemente, la ley, según la cual, resulta perdedor quien se ajusta más a las reglas de juego que los otros.”
Y, por su parte, Schmitter pone de relieve que efectivamente el neocorporatismo va a asegurar tanto el control y la predictibilidad por parte del Estado del conflicto de clases, como la cooptación de las élites obreras, a cambio de la monopolización legal de su acceso a posiciones dirigentes del propio Estado. Para conseguirlo, el neocorporativismo instituirá medidas diversas:
“Las modalidades son diversas y oscilan desde subsidios gubernamentales directos para asociarse, hasta el reconocimiento oficial de interlocutores válidos (`bona fides´), hasta la delegación de responsabilidades de tareas públicas, como el subsidio de desempleo o el seguro de accidentes, hasta estar en calidad de miembro permanente en Consejos asesores especializados, hasta puestos de control en corporaciones conjuntas público-privadas, hasta un status informal, de casi-Consejo, y, finalmente, hasta la participación directa en Consejos económicos y sociales autorizados.”
Desde una perspectiva marxista tradicional, Warren coincide en que la incorporación política de la clase obrera es un requisito clave para la viabilidad de la planificación capitalista, así como para evitar la politización de los niveles de beneficios empresariales y de la profundamente desigualitaria participación de las diversas clases sociales en la renta nacional. La solución habilitada, pues, consistirá básicamente en “la integración institucionalizada de un movimiento sindical burocrático en el proceso de planificación, el intercambio restringido de ventajas económicas y de otra índole para la clase obrera -con tal de que ésta ceda toda la independencia del movimiento, excepto en asuntos secundarios.”
Sostiene Warren que la temprana adopción de políticas salariales en Noruega, Suecia y Holanda fue posible sólo porque eran partidos socialdemócratas los que estaban en el poder, y pudieron contar fácilmente con la colaboración de los sindicatos para institucionalizar el control salarial sindical. Pero, al hacerlo, afirma, los partidos socialdemócratas abandonaron de hecho los principios socialistas de sus programas y se concentraron en lograr la máxima eficacia en su manejo del capitalismo de planificación estatal y pleno empleo.
Pero, según Warren, el corporativismo es un modo internamente contradictorio de asimilación política de la clase obrera. Porque se basa en la premisa de que la inclusión de líderes seleccionados de las organizaciones obreras (en especial de los sindicatos, pero también de los partidos políticos de izquierdas) en procesos formales de planificación estatal, reducirá la conflictividad obrera sin que sea necesario hacer concesiones masivas a las reivindicaciones populares. Y ésto sólo ocurrirá si se cumplen dos condiciones: primero, que los líderes obreros cooptados sean considerados como legítimos por la clase obrera; y, segundo, que tales líderes estén lo suficientemente alejados de las presiones populares cotidianas como para poder aceptar los imperativos sistémicos de una planificación que favorezca los intereses de la acumulación capitalista. Pero si se cumple esta segunda condición, entonces los líderes tenderán a perder gradualmente su legitimidad y, en consecuencia, dejarán de ser un instrumento válido para la integración de la clase obrera. Y si, por el contrario, mantienen un estrecho vínculo con el movimiento obrero, la planificación corporativa se verá obstaculizada por sus intentos de acoplarla a las exigencias populares.
A ese respecto, algunas investigaciones politológicas empíricas se plantearon en los años ochenta si el intercambio de consenso por políticas públicas entre los sindicatos y los organismos estatales era más fácil, duradero y eficaz con un sindicato monolítico, verticalista y centralizado, o, por el contrario, eran mejores los sindicatos con estructuras y procesos internos democráticos capaces de soportar, absorber y canalizar las tensiones derivadas de la consecución y realización de los acuerdos neocorporativos. En general, la respuesta parece ser ambivalente. Aunque aquellos sindicatos que son más centralizados y verticalistas llegan con más facilidad a acuerdos corporativos, son los sindicatos más democráticos, que ofrecen mayores posibilidades de participación interna y son, por ende, más representativos, los que mejor recogen en la práctica los desafíos derivados de los acuerdos neocorporativos y los que con mayor eficacia se enfrentan a sus consecuencias.
El objetivo central de esa concertación social era el intercambio de la moderación salarial por la búsqueda del pleno empleo, complementándose esa relación de intercambio con la inclusión de políticas sociales compensatorias de carácter distributivo, con regulaciones normativas de las condiciones de trabajo, e incluso en determinados países con una legislación específica sobre la participación obrera en la gestión empresarial (la llamada cogestión). De este modo, la política de rentas se presentaba como la base económica del acuerdo corporatista, mientras que el Estado de Bienestar representaba su base social.
Pero, de hecho, la propia idea de que la protección social estaba "a cargo del Estado" implicaba la estatalización de los sistemas tradicionales de autodefensa de la clase obrera, tales como los fondos de subsistencia, el mutualismo, las cajas de resistencia para huelgas, etc., al asumirse por el pacto político-económico keynesiano que el “bienestar social” era un derecho de ciudadanía.
Se trata del ya mencionado concepto fundamental de “ciudadanía social”, que suponía la universalización de unas titularidades a los derechos sociales y económicos (sanidad, educación, vivienda, etc.), que el Estado contemporáneo tenía que procurar. Así, el Estado Social aparecía como el encargado abstracto, universal y anónimo de crear, gestionar y aplicar un capital social de transferencia capaz de integrar socialmente a la ciudadanía en una situación lo más generalizada posible de seguridad económica y social, haciendo frente a la adversidad, la enfermedad o la ignorancia. De este modo, como ha destacado Göran Therborn,
“Lo que unió y mantuvo unido al liberalismo y a la democracia fue el concepto de ciudadanía. (…) En la actualidad, los derechos políticos democráticos tienen una aceptación generalizada, al menos `en principio´. Los derechos sociales están bajo el asedio y el bombardeo liberal, pero mientras la ciudadanía y la democracia existan, los primeros serán defendidos y protegidos. La democracia, como normas establecidas de elecciones libres para fundar un gobierno legítimo, no está amenazada. Por el contrario, es probable que tenga una aceptación más amplia que nunca. Son más bien los fundamentos de la ciudadanía los que se están erosionando o poniendo en cuestión. Y si el significado mismo de la ciudadanía se está disolviendo, entonces es el edificio entero de la democracia liberal lo que está en peligro de derrumbarse o, alternativamente, de ser arrinconado.”
Estos acuerdos corporativos se llevaron a cabo sobre la base de lo que el economista marxista francés Robert Boyer ha llamado relación salarial fordista, basada en el desarrollo de un modo de producción y consumo de masas, en el que el compromiso patronos-asalariados se daba bajo la aceptación por parte del mundo sindical de la normalización y moderación retributiva, a cambio de que los trabajadores se beneficiasen de los aumentos de productividad inducidos por la permanente racionalización tecnológica. El consenso de postguerra y el pacto keynesiano funcionaban así manteniendo inalterados los elementos fundamentales de la economía de mercado a nivel micro (propiedad privada de los medios de producción, consumo privado, beneficios empresariales y precios predominantemente mercantiles, etc.), a cambio de renegociar a nivel macro los efectos económicos y los costes sociales más perniciosos de ese modelo de crecimiento. Con ello se conformaba una estrategia de compensación interna, mediante la cual se trataba de alcanzar objetivos de estabilidad de precios y magnitudes monetarias, a cambio de impulsar programas de cobertura social en los que las políticas públicas fuesen capaces de internalizar o hacer internalizar los desequilibrios generados por el sistema de mercado tanto de productos como de trabajo. De este modo, el supuesto básico de partida del modelo de bienestar, consistía en aceptar que la economía capitalista podía producir externalidades o deseconomías externas que implicaban una mala asignación social de recursos; externalidades que el Estado debía asumir mediante correcciones impositivas, reglamentaciones jurídicas, y, sobre todo, suministrando aquellos bienes que, por sus especiales características económicas, físicas y sociales, no encontraban un productor privado solvente: los llamados bienes públicos.
El carácter colectivo de esos bienes -consumo no excluyente, efectos externos, infraestructuras espaciales, actuaciones medioambientales más urgentes, etc.- y su asunción por el Estado resultaron ser factores decisivos para la viabilidad de un modelo de crecimiento -el de la cadena de montaje fordista-, basado en unas condiciones de reproducción -la norma de consumo de masas-, que consagraba pautas de conducta económica típicamente individualistas como requisito funcional necesario del propio modelo de crecimiento. En este sentido, la creciente intervención del Estado en el proceso económico, se llevaba a cabo partiendo de una responsabilidad compartida, mediante la que los agentes sociales trataban de hacer compatibles, coherentes y aplicables, determinados objetivos y determinadas políticas socieconómicas imposibles de lograr sin un compromiso previo. Pero todo ello, obsérvese, al margen del mercado, frente a lo que preconizaba la retórica liberal clásica, acuñada por el capitalismo decimonónico, que mantenía la ineluctablemente benéfica acción de la famosa “mano invisible” del mercado y su capacidad para armonizar automáticamente los contrapuestos intereses particulares de ofertantes y demandantes. En efecto, como señalara el economista sueco Gunnar Myrdal, el proceso se realizaba merced a la existencia
“de un alto nivel de acuerdo, incluso de conformidad, en el desarrollo de las valoraciones que fundamentan la política social, que aparecen así como resultado del mismo desarrollo político (...) `armonía creada´ en contraposición al supuesto liberal según el cual hay una armonía preexistente que era básica para la ley natural y el utilitarismo”
Así, una vez que, por buenas razones históricas, se abandonaba la idea típicamente liberal del autónomo funcionamiento eficiente y transparente del mercado a nivel macro, reaparecerían las fórmulas corporatistas de acuerdo, convergencia y armonización de intereses organizados, en un consenso construido a partir del reconocimiento de la participación institucional de unos actores sociales con intereses contrapuestos en la negociación.
En ese nuevo orden corporatista, el horizonte ideológico-político del movimiento obrero se reformulará con la constante apelación a la defensa estatal de sus intereses -en forma de precios, regulación salarial y servicios-, frente a la situación hegemónica de los agentes económicos privados que controlan de hecho los resortes clave de la economía privada. Y por eso sus interpelaciones ideológicas expresarán más una contradicción controlada y matizada que una directa oposición a los grandes grupos comerciales e industriales o al propio sistema capitalista, y se dirigirán ante todo al Estado, tratando de encontrar en él un mecanismo defensivo y compensatorio de la debilidad estructural de su posición en los mercados.
La instauración de esta dinámica de cooperación negociada supone la sustitución de la movilización de masas por la negociación de cuadros, como principal sistema de acción sindical, lo que, a su vez, se traducirá en el asentamiento de un nuevo ciclo de disciplina política -la llamada disciplina contractual-, que implantará la “paz social”, a cambio del reconocimiento estatal del papel regulador del sindicalismo y que llevará a los sindicatos a una estrategia de alternancia del compromiso, la presión y la concesión y cuyo saldo final será la instauración de mecanismos normalizados de homogeneización, e incluso de modificación de las demandas iniciales de los trabajadores, apelando al discurso de los “intereses generales” como estrategia de toma y daca, es decir a la renuncia táctica a llevar a cabo actuaciones para lograr determinados objetivos más o menos revolucionarios, con el pragmático objeto de conseguir otros objetivos reformistas considerados como estratégicamente posibles.
Ahora bien, la aceptación del diagnóstico conservador de la crisis del modelo de crecimiento de postguerra trastocará por completo, como seguidamente veremos, no sólo el planteamiento neocorporativista de representación de intereses organizados, sino la viabilidad del llamado modelo social europeo.
Frente a dicho diagnóstico, la crisis económica de los 70 se produce como consecuencia, fundamentalmente, de la ya mencionada crisis de acumulación derivada tanto de la sobreproducción, como de la aparición de los nuevos países industrializados del área Asia-Pacífico, como pronosticaron Fröbel, Heinrichs y Kreye a finales de los años setenta.
Se trata de una crisis analizada por James O'Connor en su obra Accumulation Crisis (Basil Blackwell, 1984), en unos términos que parecen seguir siendo globalmente válidos, acaso porque ya en los primeros años ochenta se había consolidado el pujante protagonismo en el comercio internacional de los primeros NICs (Newly Industrialized Countries) asiáticos, que, desde los años setenta "acompañaron" a Japón, planteando ya desde entonces serios problemas de competitividad a las economías de los restantes países industrializados. Con la expresión NICs, se alude tanto a los llamados cuatro dragones asiáticos: Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur, como a los países miembros de la ASEAN (Malasia, Indonesia, Tailandia, Filipinas y Brunei), con la perspectiva de la inmediata incorporación de Birmania, Laos, Vietnam y Camboya y, a medio plazo, China y, posiblemente, India.
A comienzos de los 90 se señalaba desde la óptica liberal ortodoxa, que las perspectivas a medio plazo de la capacidad industrial del bloque asiático, tanto en aumentos de productividad, como de competitividad de sus productos en el mercado mundial, y, por tanto, sus perspectivas económicas globales superaban con mucho -si se mantenían las diferencias salariales, de prestaciones sociales y de protección social entre los tres grandes bloques (dumping social) y, de otra parte, las prácticas de dumping monetario que el bloque asiático habían venido practicando, a las norteamericanas y a las europeas.
En la actualidad, sin embargo, tras la reciente y grave crisis financiera de los países asiáticos, las circunstancias y, en consecuencia, las valoraciones, son muy distintas. Veáse, al respecto, el informe, tan admonitorio hacia los otrora rampantes tigres asiáticos, como escasamente autocrítico, publicado por uno de los más destacados adalides del neoliberalismo económico, la revista The Economist, 7-13 Marzo, 1998. Con posterioridad, no obstante, The Economist ha venido matizando su postura inicial y aceptando el carácter errático de los movimientos de capitales en los mercados financieros, aunque sólo para oponerse a su regulación:
“La idea de que los capitales, primero se precipitaron con excesiva abundancia en los mercados emergentes, sin prestar la debida atención a los riesgos a que se exponían, y luego se retiraron demasiado repentinamente, sin prestar la debida atención a las perspectivas a largo plazo, es ampliamente aceptada y, en general, cierta. Se cometieron errores y las consecuencias, incluso si las cosas no empeoran, ya han sido desastrosas. Todo esto es correcto, pero no responde por sí mismo a la pregunta crucial: ¿contribuirán los controles de capital a restaurar la estabilidad o a impedir que algo similar vuelva a suceder? Creemos que no.”
La tesis de O’Connor respecto a la crisis económica que se inicia en los años 70 era ya entonces la siguiente:
"Hoy día -señalaba ya entonces O'Connor-, la renovación de la acumulación capitalista depende, sobre todo, de las drásticas reducciones de los costes de la reproducción económica y social y del incremento de la tasa de explotación. Esto se debe a que la reestructuración de la producción consiste, en gran parte, en la internacionalización y la interregionalización del capital industrial, que a largo plazo puede beneficiar indirectamente al capital en las regiones de "occidente", debido a la reducción de los costes de reproducción del trabajo en el sistema en su conjunto."
Así las cosas, el auge hegemónico del neoliberalismo puede explicarse como consecuencia de la "coincidencia objetiva" en los años ochenta, por una parte, de los éxitos electorales de la llamada "revolución conservadora" de Reagan y Thatcher y, por otra, de las "exigencias funcionales sistémicas" de reducción de los costes económicos y sociales de la acumulación y reproducción capitalistas en los países occidentales industrializados, como consecuencia de la creciente competencia desigualitaria de los países latecomers de la cuenca del Pacífico y otros NICs, en un ámbito cada vez mas "globalizado" de comercio mundial.
Poco parece importar que el neoconservadurismo incurra, por lo demás, en otra no menos chocante contradicción, que consiste en renegar de las consecuencias de una determinada evolución histórico-sociológica -la que lleva del Estado Liberal al Estado de Bienestar-, cuando ésta es, precisamente, el fruto de la vigencia histórica de los valores que supuestamente defiende: liberalismo y/o republicanismo políticos, Estado social y democrático de Derecho, sistema económico de libre mercado, derechos fundamentales, etc. Como ha afirmado al respecto García Cotarelo,
"(La teoría económica neoliberal al pretender) restaurar las condiciones de acumulación de capital que son propias del Estado Liberal de Derecho, está haciendo algo imposible en último término, a saber, está tratando de volver a aquella posición precisamente que, al evolucionar, produjo el efecto que ahora es preciso corregir. Es una propuesta humana y frecuente, consistente en desear que lo sucedido no hubiera sucedido; pero no pasa de ahí."
IV. EL DECLIVE DEL NEOCORPORATIVISMO, LA SALIDA NEOLIBERAL DE LA CRISIS Y LA INVIABILIDAD DEL MODELO SOCIAL EUROPEO
“Queríamos democracia. Lo que hemos conseguido es el mercado de renta fija.”
Pintada polaca
La cooperación de los grandes sindicatos europeos en las estructuras políticas de representación de intereses organizados no significaba realmente la desaparición del conflicto industrial, de suyo inevitable en las sociedades capitalistas avanzadas, sino sólo su encauzamiento institucional en el seno de un marco jurídico-político sustancialmente modificado con respecto a las etapas iniciales del capitalismo histórico. Y, así, junto a esas periódicas tensiones suscitadas por la negociación colectiva, que generan formas relativamente ordenadas de protesta, subsiste un conflicto “subterráneo” permanente, irreductible por los medios institucionalmente establecidos, y que esporádicamente se traduce en súbitas explosiones “espontáneas” o “salvajes”. Pues, como afirma Salvador Giner,
“Gran parte del conflicto interclasista es susceptible de redefinición y filtración a través del complejo aparato institucional de las sociedades avanzadas modernas. Pero toda evaluación realista de la situación descarta la posibilidad de entender la sociedad moderna como superación de la estructura horizontal (de clases) a través de la estructura vertical (de corporaciones).”
Pero una vez que se hace ostensible la inviabilidad de ese modelo, por la quiebra de la pauta de crecimiento de los beneficios del capital, la solución consistirá, precisamente, en reconsiderar este status, ahora ya definitivamente planteado como un juego de “suma-cero” dentro de cada país desarrollado, para hacer posible la recuperación de la rentabilidad de las inversiones productivas de capital, una vez que se hubiera modificado el orden productivo y acondicionado un nuevo espacio -de hecho, todo el espacio; se trata de la famosa "globalización"- para la competencia económica internacional. El origen de esa nueva estrategia de desinflación a toda costa, y en solitario por parte de cada país, es, como señala Fitoussi, la cumbre de Tokio de 1979 del G5:
“Inicialmente, en 1979, hubo esta decisión de la cumbre de los países más industrializados, que significaba que cada país debía restablecer por sí solo, lo más rápidamente posible, el equilibrio de sus intercambios exteriores. (…) El mundo iba a pasar de una lógica de crecimiento a una de cuotas de mercado, en la que el crecimiento de unos está basado en la recesión de los otros. Este cambio de lógica explica todo el resto. Si un país rechaza las obligaciones y busca crecer, como se hacía en el pasado, esto es, relanzando su demanda exterior -lo que hizo Francia en 1981-, perderá en dos frentes: en el déficit exterior y en el de la competitividad. En consecuencia, tarde o temprano, deberá terminar aceptando la nueva lógica, la del enfriamiento seguido de una estrategia de desinflación competitiva. (…)
Si en ese momento, hubiese realmente existido Europa con la suficiente capacidad para llevar adelante una política monetaria autónoma, hubiese podido oponer su propia estrategia a la de los Estados Unidos. Ello hubiese, probablemente, impedido el baile de monedas característico de los años 80 y hubiese, tal vez, evitado que la subida de tipos de interés fuese duradera. Es evidente que hubo una gran falta de Europa.”
Y, entonces, en ese nuevo contexto ya claramente definido por la ortodoxia político-económica neoliberal hegemónica, la solución socialdemócrata tradicional, incluso en su versión más levemente reformista, pasaba a convertirse en un obstáculo en la medida en que no hiciera plenamente suyo el argumento crucial de la recuperación del beneficio empresarial a costa de las rentas salariales. Como acertadamente lo ha señalado Scharpf,
"La debilidad argumentativa socialdemócrata-keynesiana radicaba ante todo en su negativa a reconocer la necesidad de la redistribución [a favor del beneficio]".
Por lo que, en definitiva, una salida a la crisis que respetara las coordenadas básicas del sistema capitalista, tal como habían sido definidas por la nueva ortodoxia neoliberal, requería, en primer lugar, nuevos espacios productivos y nuevas formas de producción, para lo que había que alterar la pauta redistributiva vigente que había consolidado al keynesianismo socialdemócrata como alternativa atractiva de progreso; en segundo lugar, eran necesarios distintos comportamientos, valores diferentes y nuevos tipos de aspiraciones sociales -más cercanos a la glorificación individualista del enriquecimiento rápido de la famosa “cultura del pelotazo” -una deriva de la cultura cívica, no exclusivamente española, como se pondrá de relieve en la proliferación de casos de corrupción política de comienzos de los noventa en diversos países de Europa occidental (Alemania, Italia, Francia, Bélgica, etcétera)-, que a las tradicionales apelaciones socialdemócratas a “la solidaridad” con los más débiles-, lo que implicaba subvertir el abanico de aspiraciones sociales que había contribuido a forjar la cultura cívico-política del llamado modelo social europeo.
Finalmente, se requerían nuevas prioridades en la instrumentación de las políticas económicas, de forma que, a diferencia de la situación anterior, el papel del gobierno no fuese encaminado a corregir las disfunciones de todo tipo del mercado, sino a procurar que su funcionamiento, aún siendo imperfecto, fuese mucho más libre (flexibilidad, privatización, desregulación, liberalización, “retorno de la sociedad civil”, etc.), lo que suponía negar también la razón de ser del propio keynesianismo, el más eficaz sustento teórico de la socialdemocracia y, desde luego, abandonar la estrategia neocorporativista, convirtiéndose de hecho los grandes sindicatos en el enemigo a batir en el neoliberalismo ascendente. En efecto, como apunta Scharpf,
"La `coordinación socialdemócrata-keynesiana´(...) sólo podía conseguir un éxito duradero bajo las condiciones de una organización sindical fuertemente centralizada y concentrada. En cambio (...) una política `conservadora-monetarista´ no dependía para su éxito de la capacidad de acción de sindicatos fuertes y solidarios (...) Muy al contrario (...) los defensores neoclásicos de la economía de la oferta consideran a los sindicatos fuertes básicamente como un mal"
En consecuencia, la disyuntiva a la que se enfrentaban los partidos socialdemócratas desde finales de los años setenta resultaba particularmente dramática: o bien mantenían sus postulados tradicionales, que durante tanto tiempo les habían garantizado apoyo social y un papel político privilegiado como alternativa o como bisagra política en las coaliciones gubernamentales europeas desde la postguerra -con lo que estarían contribuyendo de manera decisiva a bloquear la estrategia de “recuperación económica”-, o bien renunciaban al reformismo social, característico del modelo social europeo, para hacer posible esa recuperación económica, y, dejándose llevar por esa inercia ideológica ya claramente hegemónica, sucumbía a la “tentación neoliberal”, que triunfaría electoralmente en USA y en Gran Bretaña en los años 80 con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y que reforzaría de ese modo su capacidad para acabar imponiéndose como “pensamiento único”.
La mayoría de los gobiernos socialdemócratas europeos -y, poco tiempo después, los latinoamericanos-, más allá de las declaraciones oficiales de sus dirigentes, o de las promesas formuladas en sus programas electorales, optaron de hecho por esta segunda alternativa, especialmente a partir del significativo fracaso del intento de F. Mitterrand de llevar a cabo lo que se ha llamado el keynesianismo en un sólo país en los años 1981-83.
Como ha indicado Maravall, la ideología republicana y laica, la tradición nacionalista y estatalista, y la prolongada ausencia del gobierno marcaron considerablemente los planteamientos político-programáticos de un Partido Socialista francés, que ya desde el Programme Comun de 1972 conjuntamente suscrito con el Partido Comunista, había prometido profundos cambios socioeconómicos. En efecto, sus dirigentes mantenían que al Estado le corresponde desempeñar un papel activo en el crecimiento económico y la redistribución social y que, en ese sentido, las nacionalizaciones de empresas reforzarían la capacidad de incidencia de un Estado “racional”. Los Congresos de Metz de 1979 y 1983 habían definido la política del PS en términos de una “ruptura con el capitalismo” y de una transformación de la sociedad que iría, aseguraban, más allá de las reformas socialdemócratas. Por ello, el programa electoral socialista de 1981 pretendía reformar amplias áreas de la legislación civil, descentralizar la administración, nacionalizar un importante número de industrias y bancos, ampliar la seguridad social, redistribuir el trabajo, introducir nuevos derechos para los trabajadores y fomentar el crecimiento económico mediantes políticas de demanda y la reorganización del sector público. El supuesto de partida implícito en tal programa político era, obvio es decirlo, el de lo que Anthony D. Smith ha denominado el “nacionalismo metodológico”, un planteamiento, como ha señalado Ulrich Beck, característico de la primera modernidad, según el cual el contorno de la sociedad se considera en su mayor parte como coincidente con el del Estado nacional.
Y de este modo, tras la victoria electoral socialista, el gobierno francés, presidido por Pierre Mauroy,
“puso rápidamente en práctica su programa de nacionalizaciones, que abarcó 36 bancos, dos sociedades financieras, y once grupos industriales, adquiriendo el 100% de las acciones a un coste estimado del 2,6% del PIB. Como consecuencia, el sector público pasó a representar un 24% del empleo y un 60% de la inversión industrial y energética anual. Las medidas redistributivas fueron también importantes: los socialistas entendieron que sus efectos serían no sólo igualitarios sino económicamente eficientes, puesto que la mayor demanda de los grupos de renta más bajas estimularía el desarrollo. Los incrementos en el salario mínimo (SMIG) y las pensiones más bajas costaron dos puntos del PIB. El gobierno quiso también expandir el empleo con políticas laborales activas y repartir el trabajo disponible. Entre 1981 y 1983 el PS siguió, pues, una estrategia de keynesianismo en un solo país con una fuerte redistribución económica. Este dirigismo expansionista y redistributivo tuvo un considerable impacto social; sus resultados económicos fueron, no obstante, negativos. Las importaciones se multiplicaron, la balanza comercial se deterioró, el déficit presupuestario se incrementó. La apertura de la economía francesa al comercio internacional y su integración en la Comunidad Europea impusieron límites considerables a esta estrategia socialista.
Este fue el punto de inflexión de 1983. Una posible opción en esa encrucijada hubiera sido la autarquía económica. Un dilema similar al del gobierno laborista británico en 1976. En ese caso el gobierno francés se habría visto forzado a abandonar el Sistema Monetario Europeo y a levantar barreras comerciales, probablemente al precio de su salida de la CE y de represalias de otros países. Pero los riesgos de esta estrategia económica alternativa se consideraron excesivamente elevados, los costes transicionales demasiado importantes y el resultado final en extremo incierto. El gobierno optó por una vía más ortodoxa: devaluó el franco, congeló los salarios y los precios, recortó el gasto público y limitó sus políticas de intervencionismo industrial, de fuerte inversión pública y de expansión de las rentas menores. Los estímulos de la inversión privada ya no se basaron en el incremento de la demanda agregada sino en los beneficios: se recortaron los costes laborales, se flexilibizó el mercado laboral, se redujeron los impuestos de las empresas y las aportaciones de ésta a la seguridad social. A consecuencia de estas medidas económicas, la inflación descendió de 11,5% en 1982 a 5,8% en 1985; el déficit presupuestario se redujo a la mitad de la media de la CE; la balanza comercial mejoró acusadamente, las inversiones aumentaron. La economía se expandió nuevamente a partir de 1985. Abandonando su inicial crítica a la socialdemocracia, el PS pasó a adoptar un mayor realismo económico.”
Ahora bien, según Risse-Kappen, el verdadero protagonismo del veto a la política económica keynesiana del gobierno francés hay que atribuírselo realmente a los mercados financieros internacionales:
“Cuando Mitterrand y el Partido Socialista llegaron al poder en 1981, se embarcaron inicialmente en un proyecto de creación del socialismo democrático en Francia basado en el keynesianismo izquierdista. Este proyecto fracasó amargamente cuando las reacciones adversas de los mercados de capitales golpearon a la economía francesa lo que a su vez llevó a una severa pérdida de apoyo a las políticas de Mitterand por parte del electorado. En 1983 Mitterrand no tenía prácticamente otra posibilidad que cambiar dramáticamente de rumbo, si quería seguir en el poder (…). Este cambio político llevó a una profunda crisis dentro del Partido Socialista que por tanto fue abandonando gradualmente su proyecto socialista y cambiando hacia las ideas otrora despectivamente etiquetadas como `socialdemócratas´”.
¿Cabe una mejor demostración práctica del inmenso poder de condicionamiento político de que disponían ya en los ochenta los mercados financieros internacionales? El sometimiento fáctico de los Estados a los mercados financieros tiene su origen, al parecer, en ese “pacto faústico” (Business Week), por el que los Estados pueden acceder a los mercados financieros para obtener su propia financiación, lo que otorga a estos mercados una gran capacidad de ulterior condicionamiento de los Estados y de sus políticas públicas. Simon Clarke, un economista británico, se ha referido a ello en los siguientes términos,
"El Estado no aparece ya por encima de la sociedad más que cualquier otra institución social. A la vez que mantiene el poder y los recursos para intervenir en los mercados en su intento de regular la reproducción capitalista, no controla dichos mecanismos, sino que él mismo se halla sujeto a sus caprichos. Esto es particularmente cierto referido a los mercados financieros de los cuales el Estado es considerablemente dependiente, y respecto de los cuales cuenta con una especial responsabilidad. Los mercados financieros son en esencia mercados dentro de los cuales se comercia con el capital en su forma más abstracta, como capital monetario, y son en correspondencia mercados que resultan más sensibles a las condiciones para la reproducción capitalista. Son a la vez mercados de los que el Estado es fuertemente dependiente para su propia reproducción, ya que es en los mercados financieros nacionales e internacionales donde el gobierno ha de financiar su propia deuda, satisfacer las nuevas necesidades de financiar y consolidar cualquier desequilibrio en sus pagos internacionales, mientras que es también en tales mercados donde el valor nacional e internacional de la moneda queda determinado. (...). Por medio de las crisis financieras que exigen que el Estado restaure la confianza del capital internacional y nacional como condición para su resolución, es como se impone el capital a la larga sobre el Estado y requiere que el gobierno subordine las necesidades y aspiraciones populares a las necesidades de acumulación sostenida."
Por su parte, Luis de Sebastián, un economista español vinculado durante años a organismos internacionales como el Banco Mundial, considera que, como consecuencia de la libre circulación de capitales, de la revolución informática y del crecimiento de los mercados financieros,
"Hoy en día, los gobiernos tienen que gobernar para los mercados financieros y, sobre todo, para satisfacer a los que forman la opinión de los operadores: las agencias de ratings (Moody's, Standard and Poor, por ejemplo); los comentaristas financieros del Wall Street Journal, Financial Times, Herald Tribune, The Economist, etc.; los consultores financieros (Nomura, Morgan Stanley, Wargburg, etc.); los economistas más prestigiosos; los funcionarios internacionales, y, en general, los que pueden influir en el proceso de formación de expectativas y opiniones sobre la economía de un país. Lo cual explica, por ejemplo, la prioridad que se da a la inflación sobre el crecimiento económico. Pero los gobiernos tienen que compatibilizar el "gobierno para los mercados" con el gobierno para quienes les votan y les pueden quitar el poder. Un equilibrio difícil, en verdad, cuando lo que exigen los mercados afecta a los bolsillos de grandes grupos de población."
Y qué duda cabe que esa “gobernación para los mercados”, esa exigencia de “credibilidad” por parte de los mercados financieros, juega precisamente en contra del mantenimiento de los mecanismos tradicionales de redistribución social y, por ende, de la viabilidad del modelo social europeo.
Comentando los orígenes intelectuales del diseño “hayeckiano” de la unión monetaria europea, se ha referido Perry Anderson a este problema en los siguientes términos,
“En esta lectura, Maastricht conduce a la destrucción de lo que queda del legado keynesiano que Hayeck deploraba, y de la mayoría de las mejoras distintivas del movimiento obrero europeo occidental asociadas con él. Precisamente el carácter extremista de esta perspectiva plantea, no obstante, la cuestión de si en la práctica esto no podría provocar la lógica contraria. Confrontado con las drásticas consecuencias del desmantelamiento de los previos controles sociales sobre las transacciones económicas a nivel nacional, ¿no surgirían pronto -o incluso por anticipado- abrumadoras presiones para reinstituirlos a nivel supranacional, para evitar una de otro modo inevitable polarización de regiones y clases dentro de la Unión? Esto es, para crear una autoridad política europea capaz de volver a regular lo que la moneda única y el unidimensional (single-minded) Banco han desregulado. ¿Podría ésta haber sido la apuesta oculta de Jacques Delors, autor del plan de unión monetaria, un político no obstante cuya carrera previa sugiere un compromiso con una versión católica de los valores social-demócratas y por desconfianza hacia el liberalismo económico? En esta lectura, el escenario de Hayeck podría volverse en su opuesto - digamos en la perspectiva establecida por Wynne Godley. Cuando se acercaba la ratificación del Tratado, observó: `La increible laguna del programa de Maastricht es que aunque contiene un anteproyecto para el establecimiento y modus operandi de un banco central independiente, no hay anteproyecto alguno para lo análogo, en términos comunitarios, a un gobierno central. Y sin embargo sencillamente tendría que haber un sistema de instituciones que realizaran a nivel comunitario todas aquellas funciones que actualmente se llevan a cabo por los gobiernos centrales de cada uno de los países miembros.´
(…) Pero los recelos acerca de lo que el tipo de moneda única prevista por el Tratado puede significar para la estabilidad socioeconómica son ampliamente compartidos, incluso entre los gobernadores de los bancos centrales. Con casi 20 millones de desempleados actualmente en la Unión, ¿cómo se va a evitar la existencia de enormes bolsas de desempleo permanente en las regiones deprimidas? Es el gobernador del Banco de Inglaterra quien advierte ahora que, una vez que se hayan prohibido las devaluaciones, los únicos mecanismos de ajuste son las intensas reducciones salariales y la emigración masiva; mientras que el jefe del mismo Instituto Monetario Europeo, el banquero belga-húngaro (y distinguido economista) Alexandre Lamfalussy, encargado de los preparativos técnicos para la moneda única, observaba de manera muy significativa - en un apéndice al Informe del Comité Delors del que era miembro- que si `el único instrumento macroeconómico global disponible dentro del SME fuera la política monetaria común implementada por el sistema del banco central europeo´, el resultado `sería una perspectiva poco atractiva’ (Lamfalussy, A., `Macro-coordination of Fiscal Policies in an Economic and Monetary Union´, Report on Economic and Monetary Union in the European Community, Luxemburgo, 1989, p. 101). Si la unión monetaria tenía que funcionar, explicaba, era esencial una política fiscal común.
Pero puesto que los presupuestos siguen siendo el campo de batalla central de la política doméstica, ¿cómo podría haber coordinación fiscal sin determinación electoral? El `sistema de instituciones´ en cuya necesidad insiste Godley sólo es concebible bajo una base: tendría que basarse forzosamente en una auténtica democracia supranacional a nivel de la Unión, incorporando por primera vez una soberanía popular real en un verdaderamente efectivo y responsable Parlamento Europeo. Basta indicar esta condición para comprobar hasta qué punto falta preparación tanto en el discurso oficial como en la opinión pública de los Estados miembros para la magnitud de las disyuntivas planteadas.”
En cuanto al “efecto demostración” de la experiencia francesa respecto a la posibilidad de llevar a cabo políticas económicas autónomas, con independencia de su entorno, por parte de unos Estados nacionales europeos cada vez más condicionados por el contexto de creciente globalización económica y, sobre todo, financiera, que ejemplifica dramáticamente la experiencia del gobierno de Mitterand en el período 1981-83, William Wallace ha apuntado lo siguiente:
“La experiencia francesa de una `carrera hacia el crecimiento´ en 1981-83, consumada con programas para la `reconquista del mercado doméstico´, proporcionaron una conmoción más directa -y de este modo un proceso de aprendizaje más rápido, demostrando vívidamente a todos los gobiernos europeos que ya no era posible ni siquiera para las principales economías europeas perseguir prioridades nacionales sin una ciudadosa coordinación con sus compañeros. Si la soberanía monetaria es efectivamente `el núcleo de la esencia´ de la soberanía nacional, como comentó la Sra. Thatcher en una ocasión, entonces los dos Estados más conscientes de su soberanía de Europa occidental están perdiendo el control de ese núcleo: los británicos en 1992-93 se confundieron profundamente sobre la estrategia monetaria nacional o europea, los franceses más determinados que nunca a lograr un cierto grado de control que compensara la dominante política monetaria alemana mediante una mayor integración -incluso unión monetaria.
Los Estados-nación ya no controlan las economías nacionales en Europa occidental. Los avances en la tecnología, las comunicaciones, la dirección de las empresas multinacionales y las técnicas de producción multinacional, así como la integración de los mercados financieros mediante las comunicaciones electrónicas y el desplazamiento del comercio internacional mediante los flujos de inversión extranjera directa vinculados al comercio intra-empresarial, han socavado de manera irreversible su autonomía.”
A comienzos de la década de los ochenta, pues, se había configurado ya el nuevo marco global político-económico de referencia, de lo que Brzezinski ha denominado significativamente la nueva “era postutópica”, una de cuyas principales características parece ser nada menos que la de haber convertido en superfluo al sistema político democrático. Nada más esclarecedor a este respecto que la declaración, tan brutalmente sincera como autosuficiente, del Presidente del Bundesbank, Hans Tietmeyer, en febrero de 1996 ante el foro económico mundial de Davos, en el sentido de que
“el problema es que la mayoría de los políticos siguen sin tener claro hasta qué punto están hoy bajo control de los mercados financieros e incluso son dominados por ellos.”
Por su parte, aquellos partidos socialdemócratas europeos que aún no habían renunciado del todo al Estado de Bienestar, como el PSOE, por razones históricas obvias -en España el Estado de Bienestar estaba todavía en gran medida por hacer a comienzos de la década de los ochenta, cuando el PSOE accede al gobierno-, se han ido manifestando después, más o menos paladinamente al respecto. Así, por ejemplo, Felipe González se refería a la "necesidad de proceder a una reconsideración del Estado del Bienestar", en su viaje a Washington de finales del 93. Y ello, pese a la desnaturalización del proyecto político socialdemócrata que dicho posicionamiento comportaba, y en pro de la mera funcionalidad sistémica de las políticas efectivamente aplicadas por los gobiernos de tales partidos. Una significativa contradicción a la que Fritz Scharpf se ha referido del siguiente modo:
“Una política socialdemócrata y sindical que hubiera de poner su orgullo masoquista en
ser capaz de organizar de forma más efectiva la redistribución económicamente necesaria
en favor del capital de lo que serían capaces de hacerlo los propios capitalistas, puede que
produzca a sus protagonistas un cierto placer y alegría funcionales, pero no cabe duda de
que de ella no podría deducirse ya ninguna visión de futuro plausible y capaz de generar
integración.”
Por lo demás, la verdadera naturaleza del neocorporativismo se pondrá de manifiesto, como acertadamente apunta Wolfgang Streeck, en la hora de su declive; la búsqueda de salidas negociadas a la crisis económica a través de los ensayos neocorporativos sólo se interrumpirá de hecho cuando se consoliden otros modelos, como el neoliberal, que impongan, con aparente éxito, sus propios criterios de estabilización del ciclo económico. Y en ese momento, lógicamente, se abandonarán también los estudios sobre neocorporativismo.
Por su parte, Schmitter, para quien el Estado de Bienestar contemporáneo es también el resultado de un determinado compromiso de clases, mantiene que la crisis económica y su desigual impacto en los diferentes sectores erosionan los mecanismos corporativos de negociación centralizada y dificulta el mantenimiento de ese compromiso de clases, por lo que pronostica que
“hasta donde puedo vislumbrar, no hay en perspectiva un nuevo compromiso que pudiera resolver esos conflictos de interés y restaurar la confianza del ciudadano en la capacidad de las instituciones estatales para seguir con el bienestar público.”
No obstante, habida cuenta del carácter cíclico del fenómeno neocorporativista, que en gran medida depende de las peculiaridades del ciclo económico capitalista, tal y como se experimentan en cada contexto político concreto, no es descartable su eventual reaparición. Como ha destacado Alberto Oliet, incluso en la década de los noventa se han suscrito en Europa algunos pactos neocorporativos: en Italia y Alemania en 1993, en Francia en 1996 y en España con la reforma laboral de 1997.
Pues bien, como consecuencia de los rápidos procesos de remercantilización, dualización y polarización de las estructuras productivas asociadas a las nuevas estrategias políticas, tecnológicas y organizativas puestas en práctica en los años ochenta y noventa, asistimos en toda Europa a la crisis del modelo clásico de representación de intereses, organizado a través de las pautas institucionalizadas de regulación corporativa del conflicto.
De hecho, estamos asistiendo a la sustitución global del modelo de regulación fordista -clase obrera normalizada, producción y consumo de masas, pleno empleo, prestación impersonal y múltiple de bienes y servicios públicos, clases medias funcionales, sindicatos fuertes y unitarios, Estado intervencionista desmercantilizador, etc-, primero por un modelo neo o postfordista, el llamado toyotismo, de producción “ajustada” o “flexible”, que generó todo lo contrario: mercados de trabajo segmentados, dualización social, desempleo estructural, oferta diferenciada y estratificada de bienes y servicios, sindicatos gravemente debilitados, Estado mercantilizador (privatizaciones) y managerial, y más adelante por el llamado zaraísmo , cuya característica principal en relación con el toyotismo es la intensificación ad intra y ad extra, así como en las redes horizontales inter e intraempresariales, en el uso de las nuevas tecnologías de la información, y especialmente tanto Internet como las Intranets.
De ahí que, ya durante la segunda mitad de la década de los 80, los pactos socioeconómicos globales se fueran haciendo cada vez más difíciles de lograr en todos los países de la OCDE. Como ha señalado al respecto Maravall,
“En las estrategias gubernamentales fueron ganando terreno el `decisionismo´y el `mandatismo´ frente a un neocorporativismo muchas veces considerado lento e ineficiente en términos económicos. Su interés político fue también puesto en duda, en buena medida a partir de la experiencia del gobierno laborista británico de 1974 a 1979. En las estrategias sindicales, a su vez, la idea de que los costes de los pactos neocorporativos eran más elevados que los beneficios fue predominando progresivamente. Si las dificultades de las economías eran de carácter estructural, la moderación de los salarios y del consumo parecían de utilidad dudosa. Si el desempleo iba a seguir siendo elevado y si la provisión de bienes públicos era universal, los incentivos para que los sindicatos pactaran disminuirían. El papel de los gobiernos como `compensadores´ podía seguir siendo importante para los ciudadanos, pero se reducía para los sindicatos. Así, la tradicional cooperación entre socialdemocracia y sindicatos fue crecientemente cuestionada.”
Y que, en consecuencia, el macrocorporatismo keynesiano, que funcionaba como un acuerdo de organización de intereses establecido a nivel nacional, a partir de grandes organizaciones que incluían coaliciones externas -suprasectoriales- de actores unificados por incentivos ideológicos expresos, esté siendo paulatinamente sustituido por acuerdos a nivel de rama o de sector -mesocorporatismo-, o a nivel de planta, empresa o cadena local de empresas -microcorporatismo-, donde el peso del acuerdo se asienta en la defensa activa de rentas diferenciales de situación y, por ello, en la previa desarticulación de cualquier estrategia horizontal de clase.
Estas nuevas formas corporativistas representan, pues, frente al “universalismo funcional de clase” del neocorporativismo keynesiano, el despliegue de redes de intereses particulares, locales o sectoriales, que determinan coaliciones internas -intrasectoriales-, que conciertan en función no de un interés general, sino de unos bien delimitados intereses particulares.
Además, este nuevo modelo microcorporatista, como ha destacado Alonso, tiende a articularse con el de los mercados internos y externos de trabajo, definidos a partir de un concepto tomado del análisis económico neoclásico: el de capital humano, entendido como la capacidad y destreza adquirida por las personas mediante sus inversiones en educación y formación. Así, los mercados primarios o internos, que representan el segmento superior del mercado de trabajo, están presididos por cierta autonomía personal y profesional, otorgada por los altos niveles de cualificación y defendidos por normas rígidas, tanto formales como informales, para el reclutamiento, la selección y la promoción de sus miembros. Y frente a ellos, los mercados secundarios o externos, presididos por criterios de segmentación y dualización tales como los contratos temporales, la escasa seguridad en el empleo, la baja u obsoleta cualificación, las malas condiciones laborales, las limitadas posibilidades de promoción, etc. Pues bien, este nuevo microcorporatismo no supone sino la articulación y defensa, por parte de redes de intereses bien delimitadas, de los mercados laborales internos frente a (o, abiertamente, en contra de) los mercados laborales externos.
El resultado de todo este proceso conduce así a lo que Carlos Taibo ha denominado un neocorporativismo de élites, en virtud del cual se llevan a cabo acuerdos entre empresarios, cúpulas de trabajadores y técnicos, amparados por el Estado, con una acelerada “expulsión” de ciudadanos, marginados de los procesos de acumulación y distribución mercantiles. Un mecanismo, que, como ha destacado Goldthorpe, se ha convertido de hecho en la línea estratégica principal de la política de acción patronal en la economía europea, mediante la cual se contrarresta eficazmente el poder de las organizaciones sindicales y se habilitan espacios de actividad económica libres de la influencia sindical, en los que los agentes operan más sometidos a las tensiones del mercado que a las directrices de los grandes grupos organizados, evitándose así “las rigideces” que éstos introducen en los equilibrios económicos.
La propia configuración institucional del Derecho del Trabajo viene acusando el impacto mercantilista e individualista de la nueva cultura política neoliberal, como ha destacado Rodriguez Piñero:
“[Estamos asistiendo en la actualidad] a una revisión del concepto clásico del Derecho del Trabajo, que actuaba como compensador y limitador del poder del empresario en beneficio de los derechos del trabajador subordinado, [que está siendo] sustituido por un Derecho laboral condicionado por un óptica económica que valora primordialmente la incidencia cuantitativa en el empleo, la adaptación del trabajo al mercado, de manera que la normativa sea instrumentalizada al servicio de los objetivos de la política económica, a través de la potenciación de la autonomía y de lo individual en menoscabo de la heteronomía y de lo colectivo.”
Pero, además, estamos asistiendo en la presente década a una redefinición del sindicalismo tradicional, cada vez más severamente afectado por sus ya endémicas bajas tasas de afiliación, en cuanto que la nueva asociatividad se basa, o bien en incentivos selectivos de carácter económico y de defensa del status profesional, y en ese sentido se trataría de una lógica de asociación meramente instrumental (en el sentido olsoniano), esto es, con objetivos estrictamente utilitaristas para sus miembros, sin ningún tipo de vinculación ideológico-política entre ellos y encaminado a la máxima valorización posible del capital humano que le sirve de elemento de presión en el mercado de trabajo; o bien, como señala Fernández Durán, a la aparición de nuevas estructuras organizativas, surgidas al margen del sindicalismo convencional, y en gran medida contra él, fuertemente politizadas y señaladamente anticapitalistas, como los Comitati di Base (COBAS), surgidos en Italia precisamente a consecuencia de la firma por las grandes centrales sindicales en 1992 de un pacto social neocorporativo que suponía el fin de la llamada “scala mobile” o sistema de indexación salarial en función de la inflación, y otro en 1993, por el que se aceptaban limitaciones al ejercicio del derecho de huelga y pérdidas de capacidad para la negociación sectorial.
Asimismo, en Francia, proliferan las movilizaciones obreras realizadas al margen de los grandes sindicatos establecidos, desde la huelga de camioneros que paralizó el transporte por carretera en 1991, a las luchas protagonizadas por la Coordinadora Rural, surgida al margen de los sindicatos agrarios tradicionales, contra la reforma de la PAC y la firma de los acuerdos del GATT, a las intensas movilizaciones “salvajes” contra la reconversión de Air France, pasando por el estallido social de Diciembre de 1995, impulsado en gran medida por nuevas organizaciones parasindicales, como los SUD (“Solidaires, Unitaires, Democratiques”), lo que está suponiendo una cierta recomposición del viejo mapa sindical en el país vecino.
Por lo demás, pese a las bienintencionadas declaraciones más o menos retóricas al respecto, los tradicionales derechos de los trabajadores en materia de representación, participación y negociación colectivas -la denominada “ciudadanía industrial” (Streeck)- se están viendo seriamente afectados en toda la Europa comunitaria por el darwinismo social impuesto por la obsesión antiinflacionista, derivada de la polémica tesis de la ingobernabilidad y las presiones y exigencias neoliberales de una irrestricta competitividad económica, así como por las consecuencias jurídico-políticas -la “soberanía compartida”- derivadas de las especiales características del proceso de integración europea, que conlleva un trascendental problema de inadecuación, cuando no de mera disolución, de los ámbitos de decisión política, como ha mostrado Wolfgang Streeck. En efecto, en su detallada recapitulación histórico-sociológica de la regulación comunitaria de la ciudadanía, Streeck pone de relieve hasta qué punto fue, en efecto, decisiva la anteriormente comentada tesis de la ingobernabilidad (Huntington) en la negativa evolución de los derechos de ciudadanía a nivel europeo:
“El camino de retirada desde el proyecto de los años 1970 de una ciudadanía europea integrada fue contínuo y lineal. A medida que pasaba el tiempo, el tema llegó a ser contemplado como un problema internacional de efectos indirectos que minan la gobernabilidad de los sistemas nacionales de relaciones industriales, y su solución se consideró como condición del funcionamiento efectivo del mercado interior, y en particular de la diversidad de instituciones nacionales coexistentes con la movilidad del capital y, cada vez más, de la diversidad de culturas corporativas. A lo largo de ese proceso, la participación en el lugar de trabajo fue relegada del dominio del derecho mercantil al del derecho laboral, y el diseño y la realización de la ciudadanía industrial fue crecientemente delegándose desde la autoridad pública al voluntarismo. Primero de los gobiernos nacionales, y más tarde de las empresas multinacionales.”
Para acabar pronosticando que
“Los indicios son que un régimen no-estatal de derechos de ciudadanía industrial que se ve forzado a depender de manera tan significativa del voluntarismo nacional y empresarial debe aceptar una considerable desigualdad, pues debe permitir la participación para variar en función del origen nacional de las empresas y de la estrategia empresarial. También parece probable que el orden industrial que origine esté más dirigido por el mercado y la eficiencia, que sea más privado y menos público, y que resulte mucho más internamente diversificado, que los regímenes nacionales del período de la postguerra, con consecuencias potenciales de largo alcance para la estructura de las sociedades europeas y su cohesión social.”
De otra parte, parece evidente que nos encontramos en una fase recesiva del proceso de integración europea, que la moción de censura parlamentaria contra la Comisión, el destacable, y más o menos sorprendente, giro de la política comunitaria alemana, o las enconadas discusiones intergubernamentales sobre el contenido específico de la Agenda 2000, no hacen sino exteriorizar. Las causas son diversas, pero, si hubiera que señalar la más decisiva, cualquier observador desapasionado seguramente apuntaría a la insuficiencia presupuestaria, pues como ha destacado Andrés Ortega:
“Resulta difícil aceptar que esta Unión Monetaria pueda funcionar con un presupuesto común de la UE tan escaso: representa en su tope máximo, aún no alcanzado, el 1,27% de los Estados miembros. Aunque corresponde a los Estados la labor principal de la redistribución interna de la riqueza entre personas y regiones, en una Unión Monetaria estas diferencias pueden tender a acrecentarse, con lo que el Estado no bastará y será necesaria una intervención de la Unión Europea, ya sea para ayudar a afrontrar problemas estructurales o shocks precisos que afecten sólo a un país o una región, máxime cuando el movimiento de trabajadores es muy escaso en la UE.”
Pero el mantenimiento de esa concreta asignación presupuestaria parece responder a una opción política deliberada de la mayoría de los Estados miembros. Acaso porque, como ya señalaba Michel Albert a comienzos de esta década a ese respecto,
“Si los doce países pusieran en común, con sus monedas, no el 1% o el 2% de sus recursos, sino el 10% o el 15% -como hacen todas las federaciones del mundo libre-, darían inmediatamente un salto hacia adelante en el sentido del modelo renano, de modo que la solidaridad y el enriquecimiento se reforzarían mutuamente.”
Todo ello, unido a la absoluta impotencia mostrada por las instituciones europeas comunitarias para habilitar siquiera el llamado “diálogo social” , explican tanto el magro balance social europeo actual, pese al relativo avance que suponen la integración de la Carta Social Europea en el Tratado de Amsterdam (1997) , o la Conferencia Extraordinaria por el Empleo, celebrada en Luxemburgo los días 20 y 21 de Noviembre de 1997 , como el agravamiento de las diversas dimensiones de la desigualdad en Europa y, en consecuencia, las ominosas perspectivas de futuro que efectivamente se ciernen sobre el tradicional modelo social europeo.
Y, consiguientemente, pone de manifiesto la urgente necesidad política de reformular la ciudadanía europea (del Art. 8 del Tratado de la Unión Europea), en una nueva clave cívica de pertenencia a un orden capitalista no exclusivamente neoliberal, sino en el que también sea posible preservar algún tipo de modelo social europeo, que garantice la efectiva pervivencia de las responsabilidades cívicas y la solidaridad social. Una tal concepción de la ciudadanía europea acaso pudiera no sólo desencadenar esas nuevas potencialidades de movilización política a su favor, en tanto que legítimo ideal constructivo, de las que tan necesitado se encuentra actualmente el proceso de integración europea, en la sugestiva línea planteada por Weiler, sino que, sobre todo, valdría para satisfacer, siquiera fuera mínimamente, el sentido de la decencia ética y política de la hasta ahora largamente ignorada ciudadanía europea real.
Rafael Caparrós Valderrama
Universidad de Málaga
10 de Febrero de 1999
(*) Publicado en la Revista de Estudios Políticos, nº 105, Julio-Septiembre, 1999, Pp. 97-146.
Quiero expresar mi agradecimiento a Rafael Durán y Juan Torres, profesores de la Universidad de Málaga, a Carlos Román, de la Universidad de Sevilla, a Rogelio Velasco, de la Universidad de Granada, y a Fernando Vallespín, de la Autónoma de Madrid, por sus interesantes sugerencias, comentarios y críticas a este trabajo.
GOUH, I., Economía política del Estado del bienestar , H. Blume, Madrid, 1982.
Se trata de ese acontecimiento al que Dahrendorf ha denominado el pacto social-liberal o el consenso social-democrático. (Cfr. DAHRENDORF, R., “The End of Social Democratic Consensus?” en DAHRENDORF, R., Life Chances, Chicago University Press, Chicago, 1979, Pp. 117 y ss).
Cfr. AGLIETTA, M., Regulación y crisis del capitalismo, Siglo XXI, Madrid, 1979, Pp. 131-146.
4 Cfr. ORTI, A., "Estratificación social y estructura del poder: viejas y nuevas clases medias en la reconstrucción de la hegemonía burguesa" en Política y sociedad. Estudios en homenaje a Francisco Murillo Ferrol, Centro de Investigaciones Sociológicas - Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987. Vol.II. Pág. 716).
ESTAPE, F., Prólogo, GALBRAITH, J.K., La sociedad opulenta, Ariel, Barcelona, 1969.
ESTEFANIA, J., La Nueva Economía. La Globalización, Círculo de Lectores, Barcelona, 1998. Pp. 71-72.
“Visiones del Milenio” (Entrevista de Elvira Huelves). El País Domingo. 19-Julio-98. P. 7.
Sobre las tortuosas relaciones histórico-políticas de Gran Bretaña con la Europa continental, en general, y, concretamente, con el proceso histórico de integración europea, es indispensable la reciente, polémica y, a mi entender, definitiva obra de Hugo Young. (YOUNG, H., This Blessed Plot: Britain and Europe from Churchill to Blair, Macmillan, London, 1998).
TITMUSS, R., Essays on the Welfare State, Allen & Unwin, 1958, pág. 34. No obstante, el Welfare State no puede circunscribirse al período de los llamados "treinta gloriosos" (1945-1975), ya que el modelo escandinavo es anterior, ni carece de antecedentes teóricos y prácticos, ya que la Revolución de Octubre dió carta de naturaleza a nuevos derechos sociales universales -trabajo, salud, educación, pensiones, etc.- que serían recogidos en la Carta del Atlántico, firmada por Churchill y Roosevelt en 1944, y luego aplicada en la Europa postbélica.
Aunque, obviamente, esas manifestaciones político-culturales no tuvieron la misma intensidad, ni las mismas consecuencias político-económicas en los diversos países afectados. (Vid., por ejemplo, SALVATI, M., “May 1968 and the Hot Autumn of 1969: the responses of two ruling classes” en BERGER, S.D. (ed.), Organizing Interest in Western Europe. Pluralism, corporatism and the transformation of politics, Cambridge University Press, Cambridge, 1986, Pp. 329-363).
Cfr. TORRES LOPEZ, J., "La estrategia del bienestar en el nuevo régimen de competencia mundial" en El Socialismo del Futuro, nº 9/10, monográfico sobre El Futuro del Estado de Bienestar, Diciembre de 1994, Pp. 207-219. Vid., asimismo, TORRES LOPEZ, J, Desigualdad y crisis económica. El reparto de la tarta, Sistema, Madrid, 1995. Se trata de dos excelentes trabajos de síntesis de procesos históricos complejos, de cuyos planteamientos económicos generales me hago eco, a veces literalmente, en las páginas siguientes. Lo que no significa, por supuesto, que deban atribuirse a su autor mis propios errores o insuficiencias en el análisis de la crisis del modelo de bienestar y su repercusión en la representación de intereses organizados y en la viabilidad del modelo social europeo.
HELD, D., “Democracy and Globalization”, MPIfG Working Paper 97/5, 1997: Pp. 4- 5;
[http:www.mpi.-fg-koeln.mpg.de/publikation/working_papers/mp97-5_e/index.html]
SEVILLA SEGURA, J.V., Economía política de la crisis española, Crítica, Barcelona, 1985,
Pp. 159-160n.
KALECKI, M., Sobre el capitalismo contemporáneo, Crítica, Barcelona, 1979, Pp. 28-29.
Tal es, a grandes rasgos, la dinámica de la crisis económica, según el profesor Rojo. (Cfr. ROJO, L.A., "La crisis de la economía española" en NADAL, J., CARRERAS, A. y SUDRIA, C. (comp), La economía española del siglo XX. Una perspectiva histórica, Ariel, Barcelona, 1987).
TORRES LOPEZ, J., Op. cit., Pp. 37.
O’CONNOR, J., The Fiscal Crisis of the State , St. Martin’s Press, New York, 1972, p. 6.
Su título completo era The Crisis of Democracy: Report on the governability of Democracies to the Trilateral Comission, de Michel J. Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki, New York University Press, New York, 1975. Básicamente, estos autores detectan y denuncian que la perversión de la democracia es el resultado de un “malentendido” acerca de su “verdadera” naturaleza política:
“La idea democrática según la cual el gobierno es responsable ante el pueblo, creó la expectativa de que el gobierno estaba obligado a responder a las necesidades y a corregir los males que afectan a grupos específicos en la sociedad.” (p. 16).
HIRSCHMAN, A.O., The Rhetoric of Reaction. Perversity, Futility, Jeopardy, Harvard University Press, 1991, Pp. 131-139. (Trad. cast. en HIRSCHMAN, A.O., Retóricas de la intransigencia, FCE, México, 1994). (El énfasis del párrafo final es mío, R.C.).
HUNTINGTON, S. P. en CROZIER, M. (ed.), Op. cit., 1975, p. 113.
OFFE, C.,"`Ingobernabilidad´.Sobre el renacimiento de teorías conservadoras de la crisis”, en OFFE, C.,
Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid, 1988, p. 42.
OFFE, C., “Los nuevos movimientos sociales cuestionan los límites de la política institucional", Ibidem, Pp.
164-167. (Subrayado mío, R. C.). Para una visión general de los diversos enfoques marxistas de la crisis
económica, vid. ARRIGHI, G. et alii, Dinamiche della Crisi Mondiale, Editore Reuniti, Roma, 1988;
O’CONNOR, J., El significado de la crisis. Una introducción teórica, Editorial Revolución, Madrid, 1989;
HABERMAS, J., Legitimation Crisis, Beacon Press, 1975 y OFFE, C., “The theory of the capitalist state and the
problem of the policy fomalism” en LINDBERG, L.N., et al. (eds.), Stress and Contradiction in modern
capitalism, Lexington, 1975.
OLIET PALA, A., "Neoconservadurismo", en VALLESPIN, F. (ed.), Historia de la Teoría Política,
vol. 5, Alianza, Madrid, 1993. Pp. 483-484. (Subrayado mío, R. C)
Cfr. BRITTAN, S., “The Economic Contradictions of Democracy”, British journal of Political Science, 5, 1975, p. 14.
STEINFELS, P., The neoconservatives, Simon & Schuster, New York, 1979, P. 55,
Cfr. BELL, D., Las contradicciones culturales del capitalismo,(trad. cast. de Nestor A. Míguez), Alianza, Madrid, 1982, Pp. 88-89.
BELL, D., Ibidem, p. 219.
Vid., por ejemplo, LINDBECK, L. N. (1980), "Overcoming the Obstacles to Successful Performance of the Western Economies" en Business Economics, 15: 81-84; BACON, R./ELTIS, W., (1978), Britain's Economics Problem: Too Few Producers, Macmillan, London, 1978 y OLSON, M.,The Rise and Decline of Nations, New Haven, 1982.
DEL AGUILA, R., “El centauro transmoderno: Liberalismo y democracia en la democracia liberal” en VALLESPIN, F. (ed.), Historia de la Teoría Política, vol. 6, Alianza, Madrid, 1995, p. 634).
MOUFFE, C., “Democratis Politics Today” en MOUFFE, C. (ed.), Dimensions of Radical Democracy, Verso, London, 1992, Pp. 2-4.
Sobre la cada vez más desigualitaria pauta de distribución de las rentas salariales en USA a lo largo de las dos últimas décadas, y la progresiva implantación de un modelo de sociedad en la que “el ganador se lo lleva todo”, vid. la extraordinariamente reveladora obra de FRANK, R.H. y COOK, P.J., The Winner-Take-All Society, Penguin, New York, 1996.
Cfr., al respecto, ALBERT, M., Capitalismo contra capitalismo, Paidós, Barcelona, 1992.
MARSHALL, T.H., Citizenship and Social Class, Heinemann, London, 1950. (Hay trad. cast. de Pepa Linares, en MARSHALL, T.H., Ciudadanía y clase social, Alianza, Madrid, 1998). Sobre la validez de los planteamientos de Marshall en la actualidad, vid. BULMER, M. y REES, A.M., Citizenship Today: The contemporary relevance of T.H. Marshall, UCL Press, London, 1996, donde un conjunto de destacados especialistas -Dahrendorf, Hewitt, Giddens, Newby, Mann, Goldthorpe, y otros- se pronuncian al respecto.
Uno de los más destacados sociólogos conservadores, el norteamericano Daniel Bell, así lo reconoce sin ambages:
“El problema de la desocupación del decenio de 1930 fue contemplado por la mayoría de las sociedades como insoluble. Evidentemente, pocos de los regímenes democráticos burgueses sabían qué hacer para combatir la crisis económica. Toda la sociedad occidental estaba sumergida en la crisis por entonces. Solo la aceptación de políticas económicas heterodoxas permitieron a estas economías recuperarse. La crisis, obviamente, fue una de las fuerzas que llevaron al fascismo en el decenio de 1930.” (BELL, D., Las contradicciones culturales del capitalismo, Op. cit. , p. 174).
BECK, U., “Kapitalismus ohne Arbeit” en Der Spiegel, 20, 1996. (Cit. por MARTIN, H.-P. y SCHUMANN, H., La trampa de la globalización. El ataque contra la democracia y el bienestar, Taurus, Madrid, 1998, P. 284). (Subrayado mío, R.C.).
SAVATER, F., “Otra izquierda para España”, EL PAIS , 17-enero-1999, pág. 16. Una formulación muy similar puede verse en ESPING-ANDERSEN, G., “The three political economies of the Welfare State”, Canadian Review of Sociology and Anthropology, 26, (1), 1989, Pp. 10-36.
Para la posición favorable al indispensable carácter instrumental de estos derechos respecto al ejercicio de los derechos políticos, vid., por ejemplo, KING, D. y WALDRON, J., “Citizenship, social citizenship and the defence of welfare provision”, British Journal of Political Science, 18, 1988, Pp. 415-443; un análisis pormenorizado del tema en MEEHAN, E., Citizenship and the European Community, Sage, London, 1993, especialmente en los capítulos 2, 3 y 5; Vid., asimismo al respecto, el interesante trabajo de Ricard Zapata, donde se contraponen las diversas posiciones ideológico-políticas en relación con la naturaleza y los contenidos de la ciudadanía social en el contexto de la crisis del Estado de bienestar. (ZAPATA BARRERO, R., “Ciudadanía y Estados de Bienestar o De la ingravidez de lo sólido en un mundo que se `desnewtoniza´social y políticamente”, SISTEMA, nº 130, enero, 1996, Pp. 75-86).
GIDDENS, A., Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las políticas radicales, (Trad. cast. de Mª Luisa Rodriguez Tapia), Cátedra, Madrid, 1994, p. 82.
Cfr. ARMSTRONG, Ph., GLYN, A. y HARRISON, J., Capitalism since 1945, Basil Blackwell. Oxford, 1991, Pp. 233 y ss.
OCDE, Ajuste estructural y comportamiento de la economía, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1990, Pp. 42-43.
Como ha demostrado Schmitter, hay una estrecha vinculación histórica entre el predominio de los partidos socialdemócratas y el neocorporativismo, en cuanto que existe una elevada correlación positiva en toda Europa (excepto en Gran Bretaña) entre gobiernos socialdemócratas y pactos sociales neocorporativos. (Cfr. SCHMITTER, Ph., ”Interest intermediation and regime governability in contemporary Western Europe and North America”, en BERGER, S. (ed.), Op. cit., 1986, Pp. 285-327). Harold Wilensky ha definido al neocorporativismo como “la capacidad de grupos de interés económico, fuertemente organizados y centralizados, actuando bajo los auspicios del gobierno en un marco semipúblico, de generar pactos acerca de las políticas sociales, fiscales, monetarias y de rentas -los principales temas que, interrelacionados entre sí, configuran la economía política moderna.” WILENSKY, H., "Leftism, Catholicism, and Democratic Corporatism: the Role of Political Parties in Recent Welfare State Development" en FLORA, P. y HEIDENHEIMER, A. J. (eds.), The Development of Welfare States in Europe and America, Transaction Books, New Brunswick, 1981, p. 345).
Como sostiene, por ejemplo, Skidelsky. (Cfr. SKIDELSKY, “Decadencia de la política keynesiana” en CROUCH, C. (comp.), Estado y economía en el capitalismo contemporáneo, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1988).
Sobre algunos aspectos significativos del decisionismo político, vid. GOMEZ ORFANEL, G., "Carl Schmitt y el decisionismo político" en VALLESPIN, F. (ed.), Historia de la Teoría Política, Vol. 5, Alianza, Madrid, 1993, Pp. 243-272.
SOLOW, R., “The Conservative Revolution: A Roundtable Discussion”, Economic Policy, Oct. 1987, p. 182.
TORRES LOPEZ, J., Op. cit., Pp. 80-81.
STANDING, G., “The New Insecurities” en GOWAN, P. y ANDERSON, P. (eds.), The Question of Europe, Verso, London, 1987, p. 219.
TORRES LOPEZ, J., Op. cit., Pp. 82-83.
Vid., al respecto, ROCA JUSMET, J., “Reflexiones sobre el desempleo masivo: Análisis y políticas” en DE JUAN, O, ROCA, J., y TOHARIA, L., El desempleo en España. Tres ensayos críticos, Universidad Castilla-La Mancha, Cuenca, 1996, Pp. 63-102.
STANDING, G., Ibidem, p. 212.
Cfr. THOMAS, J.-P., Les politiques économiques au XXe siécle, Armand Colin, París, 1990, p. 142.
Cfr. OFFE, C., “Democracia de competencia entre partidos y el Estado de Bienestar keynesiano. Factores de estabilidad y de desorganización”, en OFFE, C., Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid, 1992. Pp. 55-88.
Cfr. SHONFIELD, A., Modern Capitalism, Oxford University Press, New York, 1965. La tesis de Dahrendorf, como es sabido, constituye la pionera explicitación teórica del modelo de regulación e institucionalización política del conflicto de clases en las sociedades capitalistas desarrolladas. (Cfr. DAHRENDORF, R., Class and Class Conflict in Industrial Society, Standford University Press, 1959).
OFFE, C. "Neocorporativismo. Notas acerca de sus presupuestos y de su significación democrática" en OFFE, C., Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema Madrid, 1992, Pp. 147-149. Los hechos parecen dar la razón a Offe. El empresariado europeo, en general, no sólo no ha cumplido con “su parte del compromiso” de creación de empleo en los pactos neocorporativos, sino que, por el contrario, ha destinado una parte considerable de sus beneficios a “reestructuraciones de plantilla” -la famosa estrategia del downsizing-. Así se explica que el desempleo en Europa se haya triplicado en el período 1973-1998: de seis a dieciocho millones de parados, según las cifras oficiales de Eurostat.
SCHMITTER, Philippe C., "Still the Century of Corporatism?", The Review of Politics, 1974, Pp. 99-100.
WARREN, B., "Capitalist Planning and the State", New Left Review, vol. 72, 1972, p. 8.
Una argumentación prácticamente idéntica se encuentra en ESPING-ANDERSEN, G., et al., “Modes of Class Struggle and the Capitalist State”, Kapitalistate, 4/5, 1976, p. 197.
LANGE, P., "Politiche di redditi e democrazia sindacale en Europa occidentale" en Stato e Mercato, nº 3, 1983, Pp. 425-474. (Cit. por PASQUINO, G., "Participación política, grupos y movimientos" en PASQUINO, G.[ed.], Manual de Ciencia Política, Alianza Universidad, Madrid, 1988, p. 203).
Como ha señalado Alberto Oliet, tras una etapa inicial de “euforia teórica” a mediados de los años setenta, en la que el “descubrimiento” del neocorporativismo llevaría a Schmitter a presentarlo como un paradigma alternativo al enfoque teórico pluralista, hasta ese momento dominante, a partir de los primeros años ochenta, e influido al respecto por Lembruch, Schmitter distinguirá entre los conceptos de corporativismo y concertación social. El corporativismo en sentido estricto, sería un tipo estructural de intermediación de intereses, mientras que la concertación sería la fórmula consensuada e institucional de hacer y aplicar las políticas públicas, en el campo de la política de rentas o en cualquier otro. (SCHMITTER, Ph., “Reflections on Where the Theory of Neo-Corporatism Has Gone and Where the Praxis of Neo-Corporatism May Be Going” en SCHMITTER, Ph y LEMBRUCH, G., Patterns of Corporatist Policy-Making, Sage, London, 1982). (Cfr. OLIET, A., “Corporativismo y Neocorporativismo” en DEL AGUILA, R. (ed.), Manual de Ciencia Política, Trotta, Madrid, 1997, Pp. 319-347).
Aunque la legislación escandinava al respecto es muy anterior, suele destacarse la ley alemana de 1967 que establecía los principios de la Konzertierte Aktion, como un hito importante en la tradición europea de representación organizada de intereses.
THERBORN, G., “Más allá de la ciudadanía: ¿Democracia post-liberal o liberalismo post-democrático?”, en TEZANOS, J.F. (ed.), La democracia post-liberal, Sistema, 1996, Pp. 46-47.
Cfr. BOYER, R., "Les crises ne sont plus ce qu'elles étaient" en BOYER, R. (ed.), Capitalismes fin de siécle, PUF, París, 1986.
Según el eminente economista austríaco Jacob Viner, toda la teoría económica de Adam Smith estaba influida por su visión teocéntrica de la naturaleza y la sociedad y, en concreto, su famoso concepto de la “mano invisible” no sería sino un sustitutivo secularizado de la Divina Providencia, que, hasta mediados del siglo XVIII, había venido siendo invocada por la mayoría de los escritores que compartían una visión teológica -y, por ende, teleológica- del orden social. (Cfr. VINER, J., “La Mano Invisible y el hombre económico” en VINER, J., The Role of Providence in the Social Order, American Philosophical Society, Philadelphia, 1972).
MYRDAL, G., Contra la corriente. Ensayos críticos sobre economía, Ariel, Barcelona, 1980, p. 51.
Se trataba de evitar, a toda costa, la reaparición de crisis económicas cíclicas tan catastróficas como la de 1929, que originara la Gran depresión, y que estuvo en la base de aquella feroz radicalización ideológico-política de los años 30 (fascismos, anarquismos, comunismos), que daría lugar a la II Guerra Mundial. Como ha recordado Hobsbawm, el desprestigio moral del mercado era a la sazón de tal envergadura que un personaje tan poco sospechoso de veleidades izquierdistas como el líder conservador británico Harold MacMillan, acabaría convirtiéndose en el máximo defensor de "la planificación". (Cfr. HOBSBAWM, E.J., Historia del siglo XX). (Cit. por GARCIA HERRERA, M.A., "Estado y mercado" en Temas para el debate, nº 40, Marzo, 1998, p. 30).
Como la ha denominado Gaudemar. (Cfr. GAUDEMAR, J.P., L'ordre et la production, Bordas, París, 1982).
En su importante obra La nueva división internacional del trabajo. Paro estructural en los países industrializados e industrialización en los países en desarrollo, (Siglo XXI, Madrid, 1980).
Cf., SEGUIN, Ph., "Del empleo y del paro" en Política Exterior, vol. VII, Nº 34, 1993: 151-152.
Cf. WHITLEY, R., Business systems in East Asia. Firms, markets and societies, Sage, London, 1992).
“The case for global finance”, The Economist, 12-Sept-98, p. 17. Vid., asimismo, el suplemento más reciente sobre el tema, “A Survey of Global Finance. Time for a redesign?”, The Economist, 30-Enero-99, Pp. 56 y ss, donde se mantiene su oposición a una cada vez más claramente imprescindible regulación de los flujos de capital en los mercados financieros internacionales.
O'CONNOR, J., Accumulation Crisis, 1984, p. 276.
GARCIA COTARELO, R., Del Estado de Bienestar al Estado de malestar, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1986, p. 218.
GINER, S., "Prefacio" en RIZZI, B., La burocratización del mundo, Península, Barcelona, 1980, Pp. 23-24.
En el sentido propuesto por Lester Thurow. (Cfr. THUROW, L., The Zero-sum Society, Basic Books, New York, 1984).
“Hoy estamos dominados- escribe Touraine- por una ideología neoliberal cuyo principio central es afirmar que la liberación de la economía y la supresión de las formas caducas y degradadas de intervención estatal son suficientes para garantizar nuestro desarrollo. (…) Esta ideología ha inventado un concepto: el de la globalización. Se trata de una construcción ideológica y no de la descripción de un nuevo entorno económico.” (TOURAINE, A., “La globalización como ideología”, EL PAIS, 29-Septiembre-1996). Sobre la compleja problemática político-económica de la “globalización”, vid. HIRST, P. y THOMPSON, G., Globalization in Question, Polity Press, Cambridge, 1996; MARTIN, H.-P. y SCHUMANN, H., La trampa de la globalización. El ataque contra la democracia y el bienestar, Taurus, Madrid, 1998 y, especialmente, la excelente obra de BECK, U., ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Paidós, Barcelona, 1998.
FITOUSSI, J.-P., El debate prohibido. Moneda, Europa, pobreza, Paidós, Barcelona, 1996, p. 174.
SCHARPF, F. W., Socialdemocracia y crisis económica en Europa, Ed. Alfons el Magnànim, Valencia, 1991, Pág. 325.
Como reiteradamente ha venido poniendo de relieve Rodriguez Cabrero, estamos asistiendo a una politización del mercado y a una paralela privatización del Estado, que implica constantes intervenciones estatales mercantilizadoras, en materia de política industrial, encaminadas precisamente a romper el previo compromiso social existente, pese a los problemas de gobernabilidad y legitimidad que ello genera. (Cfr. RODRIGUEZ CABRERO, G., “Crisis fiscal y Estado benefactor”, Papeles de Economía Española, nº 1, 1980 y RODRIGUEZ CABRERO, G., “Tendencias actuales del intervencionismo estatal y su influencia en los modos de estructuración social”, REIS, nº 31, julio-septiembre 1985).
SCHARPF, F.W., Op. cit., p. 329.
Vid. HOFFMANN, S. & ROSS, G. (eds.), The Mitterrand Experiment: Continuity and Change in Socialist France, Polity Press, Cambridge, 1987 y MARAVALL, J.M., Los resultados de la democracia, Alianza, Madrid, 1995.
Cfr. MARAVALL, J. M., Los resultados de la democracia, Alianza, Madrid, 1995, p. 195.
Cfr. SMITH, A.D., Nationalism in the Twentieth Century, Oxford, 1979, pág. 191.
BECK, U., Op. cit. 1998, pág. 43. Sobre este importante concepto de “segunda modernidad”, vid., BECK, U., Democracy without Enemies, Polity Press, Cambridge, 1998.
MARAVALL, J.M., Op. cit., 1995, Pp. 200-202. Un caso muy similar fue el del primer gobierno socialista griego de Papandreu (1981-1985), que asimismo rectificaría en la primera parte de su segundo mandato, aunque posteriormente recayera en sus intentos voluntaristas de hacer una política económica de izquierdas en un contexto estructuralmente incompatible con ello, como lo era a la sazón el europeo-comunitario. (Vid., al respecto, MARAVALL, J. M., Ibidem, Pp. 203 y ss.).
RISSE-KAPPEN, T., “A Europeanization of Nation-States Identities?”, European Research Papers Archive, European University Institut, p. 22;
[http://www.iue.it/Personal/Rissedoc/florence.pdf]
CLARKE, S., "La crisis capitalista y el auge del monetarismo" en MILIBAND, R. et alii, El
neoconservadurismo en Gran Bretaña y Estados Unidos. Retórica y realidad, Eds. Alfons el
Magnànim, Valencia, 1992, p. 395.
DE SEBASTIAN, L., Mundo rico, mundo pobre, Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, p.
150.
ANDERSON, P., “The Europe to come”, en GOWAN, P. y ANDERSON, P. (eds.), Op. cit., Pp. 131-132. Martin Feldstein, en un ya famoso trabajo publicado en The Economist, afirmaba que si un país o una región carece de la capacidad de devaluar su moneda y no es beneficiario de algún sistema de equiparación fiscal, entonces es completamente inevitable que sufra un proceso de declive creciente, que finalmente se saldará con la emigración como única salida frente a la pobreza y el hambre. (Cfr. Martin Feldstein, “Europe’s Monetary Union: The Case against EMU”, The Economist, 13-Junio-1992. Pp 23-26).
WALLACE, W., “Rescue or Retreat? The Nation State in Western Europe, 1945-93” en GOWAN P. y ANDERSON, P. (eds.), Op. cit., Pp 36-37.
BRZEZINSKI, Z., Out of Control. Global turmoil on the eve of the Twenty-First Century, Macmillan, New York, 1993. Al parecer, pues, en las condiciones actuales de globalización económica y financiera, de una parte, y de ortodoxia política neoliberal, por otra parte, las políticas de estimulación de la demanda en un sólo país se traducen inmediatamente en un incremento del desequilibrio de la balanza comercial, lo que, a su vez, presionará, vía mercados financieros internacionales, sobre el tipo de cambio de la moneda propia, provocando elevaciones de los tipos de interés, lo que, consiguientemente, agravará la inflación. Si a ello se le suma la existencia de un determinado nivel de déficit presupuestario -desde el que se habría pretendido inducir aquel estímulo a la demanda- tenemos cerrado el círculo infernal.
Todo ello rompe la capacidad de control autónomo del Estado sobre su propia economía, como lo demostraron dramáticamente, por lo demás, las llamadas "tormentas monetarias" de 1992-3 y 1996, que expulsaron a la libra esterlina y la lira italiana del Sistema Monetario Europeo e impusieron la devaluación de la peseta, además de generar pérdidas muy cuantiosas a los respectivos Tesoros públicos europeos. (Vid., al respecto, la magistral narración del ataque especulativo de los operadores financieros internacionales que, inspirándose en el libro de Millmann [MILLMANN, G. J., The Vandals Crown. How Rebel Currency Traders overthrew the World Central Banks, New York, 1995] hacen MARTIN, H.-P. y SCHUMANN, H., La trampa de la globalización. El ataque contra la democracia y el bienestar, Taurus, Madrid, 1998, Pp. 74-81).
Frankfurter Allgemeine Zeitung, 3-2-1996. (Cit. por MARTIN, H.-P., y SCHUMANN, H., Op. cit., p. 307). (Enfasis mío, R.C.).
Cfr. The Washington Post, 2-12-93, donde se afirma que Felipe González "aunque se define como un hombre de izquierdas, habla el mismo lenguaje que sus colegas de Gran Bretaña, Francia y Alemania respecto a la necesidad de recortar el Estado del Bienestar", definiendo a González como un liberal en el terreno económico, que se ha situado "a la vanguardia en lo que se refiere a reducir los beneficios sociales", insistiendo en la reforma del mercado laboral que "sacó a colación al menos tres veces en 24 horas", comprometiéndose a llevarla a cabo no sólo ante el presidente Clinton, sino además ante eventuales inversores.
SCHARPF, F.W., Socialdemocracia y crisis económica en Europa, Ed. Alfons el Magnànim, Valencia, 1991, pág. 332.
Cfr. STREECK, W., “The rise and decline of neocorporatism” en ULMAN, L. et al. (eds.), Labor and integrated Europe, The Brooking Institutions, Washington D.C., 1993.
SCHMITTER, Ph. C., “Five reflections on the future of the Welfare State”, Politics and Society, nº 16 (4), 1988, p. 508.
Cfr. OLIET, A, “Corporativismo y neocorporativismo”, Loc. cit., p. 339. Y en otro lugar, el propio Oliet ha señalado asimismo que
“Paradójicamente, la crisis del Estado social y el retroceso intervencionista que desde mediados de los setenta hizo su aparición, ha consolidado la tendencia a la estructuración corporativa de la representación de intereses.”
(OLIET, A., “Participación política y representación de intereses” en VALENCIA SAIZ, A. (Coord.), Participación y representación políticas en las sociedades multiculturales, Universidad de Málaga-Debates, Málaga, 1998, p. 92).
Cfr. ROMAN DEL RIO, C. “Globalización y nueva economía: del fordismo al zaraísmo” en OLIET, A. (ed.), Globalización, Estado y Democracia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, Málaga, 2003, Pp. 25-40.
Sobre el toyotismo, vid., OHNO, T., El sistema de producción Toyota. Más allá de la producción a gran escala, Ed. Gestión 2000, Barcelona, 1991. Para un análisis detallado del contexto socio-económico global del “cambio de paradigma productivo”, vid. CASTELLS, M., La era de la información: Economía, sociedad y cultura. Vol. I: La sociedad red, Alianza, Madrid, 1997; para una visión más sintética, vid. ESTEFANIA, J., La nueva economía. La globalización, Círculo de Lectores, Madrid, 1998.
MARAVALL, J.M., Op. cit.,, Pág. 220.
Cfr. WILLIAMSON, O.E., Corporatism in Perspective, Sage, London, 1989, Pp. 156 y ss.
ALONSO, L.E., "Sindicalismo y ciudadanía: los dilemas de la solidaridad en la era de la fragmentación”, en OFFE, C. et al. ¿Qué crisis? Retos y transformaciones de la sociedad del trabajo, Tercera Prensa, Donostia, 1997. Pp. 181-220. Se trata de un excelente trabajo de síntesis, cuyas líneas generales venimos glosando detenidamente en estas últimas páginas.
DOERINGER, P. y PIORE, M., Mercados internos de trabajo y análisis laboral, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1985.
BECKER, G., El capital humano, Alianza, Madrid, 1983.
TAIBO, C., La Europa occidental sin red, Los Libros de la Catarata, Madrid, 1992.
GOLDTHORPE, J.H., "El fin de la convergencia: tendencias corporatistas y dualistas en las modernas economías occidentales" en Papeles de Economía, nº 27, 1986.
RODRIGUEZ PIÑERO, M. (1994), "Derecho del Trabajo y Mercado", en ALARCON CARACUEL, M. (coord.), La reforma laboral de 1994, Marcial Pons, Madrid. (Cit. por García Herrera, "El Estado del Bienestar en la crisis del Estado Social", El Socialismo del Futuro, nº 9/10, Diciembre 1994, pág. 95)
Vid., al respecto, OLSON, M., The Logic of Collective Action, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965.
Cfr. FERNANDEZ DURAN, R., Contra la Europa del capital y la globalización económica, Talasa, Madrid, 1996, Pp. 174-177.
Como las del Comité de Sabios, presidido por María de Lourdes Pintasilgo, cuyo informe Por una Europa de los Derechos cívicos y sociales, se inicia con la contundente declaración de que “Europa es un Estado social, antes incluso de la integración de los Estados de la Unión.” (Cit. por ORTEGA, L., “La ausencia de una dimensión social en la ciudadanía europea”, SISTEMA, nº 145-146, setiembre, 1998, p.169).
“Consideramos que el fallo principal de la estrategia económica de la UE consiste en su extremadamente limitada concepción de la estabilidad económica, que se define casi exclusivamente como estabilidad de precios. Se ignoran el crecimiento, la estabilidad en el empleo, los salarios, la seguridad social y el medio ambiente, aspectos igualmente importantes de la estabilidad económica y social. La obsesión por la lucha contra la inflación ha determinado los criterios de convergencia y dominado también las previsiones de política monetaria del Banco Central Europeo (BCE) para la unión monetaria, tal como se han establecido en el Tratado de Maastricht.”, se afirma en el Documento “Pleno Empleo, Cohesión Social y Equidad”, redactado por el grupo de “Economistas Europeos por una Política Económica Alternativa en Europa”. (Cfr. El Viejo Topo, Nº 110, Septiembre, 1997, Pp. 37-38). Vid., asimismo al respecto, la más reciente aportación de este mismo grupo, el Memorándum -en esta ocasión coordinado por Miren Etxezarreta, John Grahl, Jörg Huffschmid y Jacques Mazier- titulado “Pleno Empleo, Solidaridad y Sostenibilidad en Europa”, en El Viejo Topo, Nº 126, Febrero 1999, Pp. 73-89. Incluso la prestigiosa revista The Economist, destacada adalid del neoliberalismo económico, ha acabado por reconocer los peligros que se derivan de esa obsesión antiinflacionista, a cuya fijación y difusión tanto ha contribuido ella misma, por cierto, en una coyuntura de crisis financiera internacional tan delicada como la actual y, en consecuencia, por alertar sobre los graves riesgos de deflación que efectivamente se ciernen sobre la economía mundial. (Cfr. “The new danger”, The Economist, 20-Febrero-1999, Pp. 15-16).
STREECK, W., “Citizenship Under Regime Competition: The Case of the `European Works Councils´”, European Integration online Papers (EIoP), Vol. 1 (1997), Nº 5, p. 15; [http://eiop.or.at/eiop/texte/1997-005a.htm]. Vid., asimismo al respecto, WIENER, A. (1997), “Assesing the Constructive Potential of Union Citizenship - A Socio-Historical Perspective”, European Integration online Papers (EIoP), Vol. 1, Nº 17; [http://eiop.or.at/eiop/texte/1997-017a.htm] y TSOUKALIS, L. (1998), “The European Agenda: Issues of Globalization, Equity and Legitimacy”, The Robert Schuman Centre, Jean Monnet Chair Papers, 98/49; [http://www.iue.it./RSC/WP-Texts/tsoukalis.html]
STREECK, W., Ibidem, p. 37
Vid, al respecto, el interesante trabajo de Michèle Knodt y Nicola Staeck , “Shifting paradigms: Reflecting Germany’s European Policy”, European Integration online Papers (EIoP), Vol. 3 (1999), Nº 3; [http://eiop.or.at/eiop/texte/1999-003 a.htm]
ORTEGA, A., “Unión Europea 2000 ¿Llegará Europa a ser Europa?”, Claves de Razón Práctica, Nº 76, Octubre, 1997, p. 19.
ALBERT, M., Capitalismo contra capitalismo, Paidós, Barcelona, 1992, p. 206.
"La Europa de la negociación social balbucea todavía (...) De momento, lo único que los interlocutores sociales han llegado a producir a nivel comunitario es el acuerdo de Octubre de 1991" ha dicho Carlo Savoni, el recientemente jubilado Director de "Diálogo social y libre circulación de los trabajadores" de la Comisión Europea (Cfr. "Dialogue social: le bilan communautaire en 1995" en Europe Sociale, nº 2, pág. 9, Comisión Europea DG V, Oficina de Publicaciones Oficiales, 1995).
Y, por tanto, como ha lamentado Ricardo Petrella,
"en este sentido, podemos constatar la ruptura del `contrato social europeo´ y especialmente del modelo social europeo, del cual nosotros, europeos, estábamos tan orgullosos a mediados de los años 80, en comparación con el hundimiento social que había causado estragos en las sociedades inglesa y estadounidense." (PETRELLA, R., El bien común. Elogio de la solidaridad, Temas de Debate, Madrid, 1997. Pp. 73-74).
Como consecuencia de lo que Wynne Godley ha llamado el agujero del Tratado. (Cfr. GODLEY, W., “The Hole in the Treaty”, en GOWAN P. y ANDERSON, P. (eds.), The Question of Europe, Verso, London, 1997, Pp. 173-177). Es decir, de la clamorosa carencia de unas instituciones europeas comunitarias capaces de compensar, a nivel supranacional, la progresiva pérdida de capacidad regulatoria de los Estados miembros de la UE sobre los devastadores efectos sociales de unas dinámicas puramente mercantiles. Como ha afirmado al respecto Habermas en su debate con Dieter Grimm,
“Con la desnacionalización de la economía, especialmente de los mercados financieros y de la propia producción industrial, los gobiernos nacionales hoy se ven cada vez más obligados a aceptar permanentemente un elevado desempleo y la marginación de una creciente minoría para lograr la competitividad internacional. Si ha de haber al menos un cierto mantenimiento sustantivo del Estado de Bienestar y hay que evitar una mayor segmentación de la infraclase, entonces deben formarse instituciones capaces de actuar supranacionalmente. Sólo los regímenes regionalmente incluyentes como la Comunidad Europea pueden todavía afectar al sistema global con una política doméstica coordinada hacia el exterior.” (HABERMAS, J., “Reply to Grimm” en GOWAN P. y ANDERSON, P. (eds.), Op. cit., pág. 261).
El propio Gobernador del Banco de España, Luis Angel Rojo, comentando la experiencia de los
ataques especulativos de los mercados financieros internacionales al sistema monetario europeo,
ha resumido sus conclusiones al respecto del siguiente modo:
“Las diversas experiencias a las que acabo de referirme muestran cómo los
mercados actuales, potentes e integrados, tienen capacidad para condicionar y
modificar las políticas económicas nacionales, imponer ajustes cambiarios e incluso
hacer saltar sistemas de cambios fijos, acentuar la volatilidad de los precios de los
activos financieros, zarandear las economías generando o acentuando desequilibrios
que pueden acabar conduciendo a inflaciones o recesiones y difundir las tensiones de
unos mercados a otros, aumentando la posibilidad de que se generen riesgos
sistémicos para los que el mundo no está bien preparado. Ha habido un
desplazamiento de poder desde los gobiernos a los mercados, cuya consecuencia es
un pérdida de autonomía de las autoridades nacionales en la elaboración de la política
económica.” (ROJO DUQUE, L.A., “Los mercados financieros internacionales en el
mundo actual” en ALCAIDE, J., et al., Problemas económicos españoles en la
década de los 90, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995, p. 194) (Enfasis mío, R.C.).
Para una valoración de sus más bien escasos resultados concretos, vid. MORENO, J., “La izquierda y el neoliberalismo”, SISTEMA, Nº 145-146, Setiembre, 1998, Pp. 41-50.
Sobre las preocupantes dimensiones de la desigualdad social en Europa, vid. TORRES LOPEZ, J., "El Tratado de la Unión Europea y las condiciones para el bienestar social en Europa" en CAPARROS VALDERRAMA, R. (ed.), La Europa de Maastricht, Universidad de Málaga-Debates, Málaga, 1994, Pp. 113-138.
Cfr. WEILER, J.H.H., “Europe after Maastricht - Do the New Clothes have an Emperor?”, Jean Monnet Working Papers, 1995, especialmente, Pp. 14-20;
[http://www.law.harvard.edu/Programs/JeanMonnet/papers/95/9512ind.html]