"LA CRISIS DEL MODELO DE CRECIMIENTO DE LA POSTGUERRA Y SU REPERCUSION EN LA VIABILIDAD DEL MODELO SOCIAL EUROPEO "

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                                                                                               @ Rafael Caparrós

 

“LA CRISIS DEL MODELO DE CRECIMIENTO DE LA POSTGUERRA Y SU REPERCUSION EN LA VIABILIDAD DEL MODELO SOCIAL EUROPEO ”(*)          

                                             

                                                                           "Es perjudicial cualquier cosa que oscurezca la                                                                                           fundamental naturaleza moral de los problemas sociales”

                           John Dewey, The Public and its Problems (1985)  

                                               

                 “Así, la carga de los mercados ha logrado cubrirnos        

como una segunda piel, considerada más adecuada            

                                                 para nosotros que la de nuestro propio cuerpo humano.”                          Viviane Forrester, L’ horreur économique (1996)                      

                        I. LOS ELEMENTOS DE LA CRISIS       

 

  Aunque con el modelo de crecimiento económico inaugurado tras la II Guerra Mundial, que, como es sabido, coincidió con una época de expansión económica casi ininterrumpida, no se eliminaran los problemas de desigualdad social, concentración de capitales y otros aspectos de desequilibrio y/o malestar sociales, lo cierto es que, en general, ese período que va desde 1945 a 1973, designado como la edad de oro del Estado de Bienestar, en expresión de Ian Gouh, se caracteriza por haber conseguido el triunfo de un modelo socioeconómico de bienestar social, basado en los pactos políticos keynesianos de la postguerra, implícita y sucesivamente ratificados por los dirigentes de la democracia cristiana, el liberalismo y la socialdemocracia europeos, con el apoyo de los comunistas, es decir, de los principales partidos políticos europeos, que se tradujo en unos niveles muy aceptables de estabilidad, integración y satisfacción sociales, derivados del pleno empleo, la masiva provisión pública de bienes colectivos, el aumento regular de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, así como de la utilización generalizada en los países europeo-occidentales de políticas de redistribución social.

  La aceptación por las “partes firmantes” de ese pacto de crecimiento económico y la política social expansiva funcionaron considerablemente bien en la práctica, reforzándose de ese modo la recíproca confianza entre los actores sociopolíticos. Lo que, a su vez, propició la sistemática canalización del conflicto de clases hacia su pacífica resolución en una permanente concertación social, llevada a cabo fundamentalmente mediante los procedimientos de la intermediación neocorporativa.      

   Ello fue posible gracias a la obtención de altos beneficios económicos derivados de las inversiones de capital en las diferentes actividades industriales, y a la definitiva institucionalización del capitalismo de consumo en los países europeo-occidentales, lo que implicaba la implantación de una norma social de consumo obrero, que se tradujo en la satisfacción generalizada de unas cada vez más amplias “necesidades sociales”, en gran medida inducidas por el propio sistema neocapitalista. Se trata, según Michel Aglietta, de una nueva estructura de consumo de masas, basada tanto en la adquisición de los antiguos bienes de subsistencia, única y exclusivamente en su forma mercancía (alimentación, consumos corrientes en general), como en la propiedad individual de nuevas mercancías (automóvil, electrodomésticos, consumos duraderos, etc), que antes o no existían o habían sido consumos suntuarios exclusivos de las clases acomodadas.  Es precisamente en este sentido en el que utiliza el concepto el profesor Ortí:

  "Pienso, por mi parte, que más allá de la guerra civil del 36, el Plan de Estabilización de 1959 tiende a separar dos épocas del capitalismo español: una, primera, de `capitalismo constituyente' o `primitivo', en la que la que la expansión tiene lugar con extracción de plusvalías absolutas, o, si se quiere, con salarios reales constantes, con escasa elevación del nivel de vida de las masas trabajadoras; otra, posterior, de `neocapitalismo de consumo', con la alta productividad inducida por la importación del capital y la tecnología extranjera, constitución de una norma de consumo obrero, y extracción de plusvalías relativas."

   

  De este modo, ese permanente reformismo político en que consistía el Estado de Bienestar de la postguerra -a medio camino entre los excesos del capitalismo liberal  clásico, el llamado “capitalismo manchesteriano”, y los no menos considerables excesos del “socialismo realmente existente”, y que posteriormente sería conocido como el modelo social europeo, llegaría a consolidarse ante la opinión pública mundial como una fructífera y progresista "tercera vía" para la consecución de los objetivos generales de las libertades democráticas, el crecimiento económico, la redistribución social de la renta y el mantenimiento de unos niveles de justicia social suficientes como para eliminar los riesgos de convulsiones políticas revolucionarias, manteniendo al mismo tiempo en esencia el orden capitalista dominante.

   Hasta tal punto este modelo de Estado de bienestar llega a ser universalmente deseable que, como afirmara Fabián Estapé en su prólogo de 1969 a la primera edición española del libro de  Galbraith, The affluent society, 

“viene a ser una especie de estación terminal hacia la que dirigen sus              esfuerzos e ilusiones todos los pueblos de la tierra.”   

 

  Y más recientemente, apuntaba Joaquín Estefanía que  

  “El Estado de bienestar tenía como objeto proteger a los perdedores (o a los menos ganadores) de la evolución económica; los trabajadores sabían que cuando venían mal dadas, el Estado -ese invento europeo- los protegía hasta que recuperaban la normalidad. Y ello llegó a formar parte de la cultura general -de los derechos adquiridos- de los ciudadanos, al menos de los europeos; para esto también queríamos los españoles entrar en la Comunidad Económica Europea, para disfrutar de un Estado de bienestar que desconocíamos, pero al que admirábamos.” 

 

  Incluso en la actualidad, pese a los importantes embates a que ha debido hacer frente en las décadas de los 80 y 90, el modelo social europeo sigue siendo el más prestigioso, como comentaba recientemente Manuel Castells, al referirse a la imagen de Europa prevaleciente en la comunidad académica norteamericana:

  “Se admira y respeta a Europa profundamente y hay, de hecho, un acuerdo general en que es el área privilegiada del mundo donde riqueza, libertad y solidaridad alcanzan la combinación óptima.” 

    Por lo demás, la profundidad del inicial consenso tanto social como político en torno a la idea del Estado de bienestar, incluso en Gran Bretaña, el país tradicionalmente más refractario al denominado modelo social europeo, se pone de manifiesto en el siguiente texto de Richard Titmuss, quien escribe en 1958 que

          "desde 1948 los sucesivos gobiernos, conservadores y laboristas, se han preocupado del funcionamiento más efectivo de los diversos servicios, con extensiones aquí y ajustes allá, y ambos partidos, dentro y fuera de su gestión, han proclamado el mantenimiento del `Estado de Bienestar´ como artículo de fe." 

  Ahora bien, a partir de mediados de los setenta, y coincidiendo con la subida de los precios del petróleo, provocada por la Guerra del Yom Kippur, así como con los primeros acuerdos de la OPEP (1973), y los posteriores acuerdos político-económicos del G-7 (1976), comienza a evidenciarse la quiebra político-económica del modelo de bienestar de la postguerra.

  Aunque, de hecho, ese modelo socio-político ya había venido siendo ideológico-culturalmente cuestionado con anterioridad por las llamadas “revoluciones sociales”, que tienen lugar en diversas sociedades occidentales -principal, aunque no exclusivamente: la llamada “Primavera de Praga” de 1968 demuestra que no todos los países de Europa oriental escaparon al signo revolucionario del Zeitgeist-, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta. Se trata de ese conjunto de acontecimientos sociales de alta intensidad simbólico-política, que expresan el deterioro de la estabilidad social anteriormente existente, y que va desde las revueltas estudiantiles en Europa (Mayo/68 en Francia y Alemania) y América (Estados Unidos y México), a la crisis cultural de la juventud norteamericana agravada por la guerra de Vietnam, los movimientos por los derechos civiles de las minorías étnicas, la escenificación del llamado “Gran Rechazo” (Big refusal) contracultural en los campus de numerosas Universidades norteamericanas -desde el movimiento hippie a las diversas contraculturas éticas, políticas y/o estéticas- y europeas -desde las Comunas de Berlin a los nuevos movimientos situacionistas, “provos”, “beatniks”, etc., por no mencionar el terrorismo político de extrema izquierda alemán o italiano-, el auge de “los marxismos” (desde el estructuralismo marxista a los marxismos pro-chino, pro-cubano, etc.) y la proliferación de todo tipo de análisis críticos del capitalismo. 

  Como veremos más adelante, todas estas manifestaciones del “malestar de la cultura” contribuirán a la formulación por parte del pensamiento neoconservador de un determinado diagnóstico de la crisis del modelo de bienestar, como “crisis de gobernabilidad de las democracias” (Huntington), y, por ende, a la legitimación de la solución neoliberal.  

  Desde el punto de vista específicamente económico, la crisis del modelo de bienestar tendrá, como ha destacado Juan Torres, tres grandes manifestaciones, y una consecuencia principal: la caída en el nivel de beneficio de las empresas, lo que, a su vez, conllevará la progresiva disminución de las inversiones de capital y la subsiguiente masificación y cronificación del desempleo. La primera expresión de la quiebra económica del modelo es la crisis de producción, que comienza a evidenciarse a finales de los setenta con la saturación de los mercados. El consumo de masas, en efecto, dejaba de adecuarse cada vez más a unas estrategias de producción intensiva que se habían venido desarrollando al margen de cualquier plan de producción que tuviera en cuenta las futuras necesidades de la población y la capacidad real de los mercados para absorber a medio plazo dicha producción.          

  Por otra parte, al socaire de la acumulación, se había venido modificando la estructura de los mercados mundiales, lo que limitaba las expectativas de realización de beneficios para las empresas que habían sido dominantes hasta ese momento. Principalmente porque las empresas europeas y americanas empezaban a sufrir la dura competencia de las empresas asiáticas de los NICs (Newly Industrialized Countries), de la cuenca del Pacífico, a los que más adelante nos referiremos, y cuyos costes unitarios de producción eran muy inferiores a los de los productos de los países desarrollados, lo que contribuyó al crecimiento de sus stocks y a la caída de sus ventas.

  La segunda manifestación fue la crisis financiera. El permanente recurso al crédito, en lugar de favorecer la realización de una oferta en permanente expansión, dio lugar a una excesiva monetización y al endeudamiento generalizado; a su vez, el desmantelamiento del sistema monetario internacional, basado en la fortaleza del dólar, favoreció la multiplicación desordenada de los activos financieros rentables y la inseguridad cambiaria. Todo eso originó un desarrollo de la actividad financiera sin proporción con la actividad productiva, que llevaba necesariamente consigo la inestabilidad monetaria y un desarrollo exacerbado de la circulación financiera, que no hará sino aumentar en las dos décadas posteriores hasta niveles previamente inconcebibles. Hasta tal punto que, como ha señalado David Held,  

           

   “La expansión de los flujos financieros globales por todo el mundo en los

últimos diez o quince años ha sido asombrosa. El crecimiento del volumen de

los mercados financieros internacionales alcanza ya el trillón de dólares diarios.

El volumen del movimiento diario de bonos, obligaciones, y otros valores es

asimismo algo sin precedentes. Pueden decirse varias cosas acerca de estos

flujos: La proporción del volumen de negocios de los mercados financieros

internacionales con respecto al del comercio real se ha incrementado de una

relación de once dólares a uno a cincuenta y cinco dólares a uno en los últimos

trece o catorce años; esto es, que por cada cincuenta y cinco dólares invertidos

en los mercados financieros internacionales, se invierte un dólar en el comercio

real (...).”                           

 

  Por último, se produjo una no menos importante crisis social. Se trata de la llamada "cultura del más", característica de aquellos años. Recuérdese lo señalado al respecto por Sevilla Segura:  

 

  "Parece claro que, ni siquiera a medio plazo, es posible alterar los elementos claves que conforman lo que hemos denominado, en expresión rousseauniana, el compromiso social. Dicho compromiso, en la mayor parte al menos, de las sociedades actuales, consiste en ofrecer a la generalidad de los ciudadanos por parte del colectivo dirigente aumentos continuados en el nivel de vida a cambio de lo cual los ciudadanos "son felices" y no cuestionan, ni mucho menos ponen en peligro, el orden social, es decir, las posiciones relativas de cada grupo y las instituciones correspondientes. En otras palabras, a cambio de crecimientos en el nivel de vida, la gran masa de la población renuncia de hecho a operar en política. Se convierte en esa mayoría silenciosa. Esta circunstancia se produce no sólo en regímenes más o menos autoritarios, sino igualmente en los regímenes democráticos. El incumplimiento de ese compromiso, tal como sucede en etapas de depresión económica, abre situaciones de crisis social y política que pueden originar desde caídas de los gobiernos hasta cambios más o menos profundos en el colectivo dirigente. Por consiguiente, en tanto que el contenido del compromiso social no varíe, la única forma de salir de la crisis consistirá en restaurar una senda de crecimiento estable. Cuestión distinta, desde luego, aunque de enorme importancia, sería decidir en qué medida la izquierda política debería sustituir la forma e incluso el fondo de dicho compromiso social, en lugar de ofrecer, como normalmente sucede en Europa, "más y mejor" de lo mismo, cuando resulta bastante evidente el caracter explosivo y no extrapolable del modelo que genera el compromiso social vigente." 

  Esa “cultura del más” era, en parte, el resultado del consenso fordista subyacente al Estado de Bienestar de la postguerra como permanente sumistrador de bienes públicos. Lo que, junto a fenómenos tales como la explosión de la publicidad, con su constante incitación al consumo y la expansión del crédito, provocaron un auténtico desbordamiento social y productivo. Pues, como tantas veces se ha señalado, en una sociedad escindida en clases sociales, el pleno empleo y la abundancia son los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral. En efecto, esa situación de pleno empleo, junto con la proliferación de los planteamientos políticos fuertemente críticos hacia el sistema capitalista y el correlativo auge de las ideologías revolucionarias, acabarían dando alas a los asalariados, de manera que -como acertadamente había previsto Kalecki- no sólo se reivindicaban más salarios, sino que incluso se llegaba a poner en entredicho el propio orden jerárquico dentro de la empresa.

  “En realidad -escribía el economista polaco en 1943-, bajo un régimen de pleno empleo permanente, el `despido´ dejaría de jugar su papel como medida disciplinaria. La posición social del jefe se vería paulatinamente socavada y la clase trabajadora tendría mayor confianza en sí misma y mayor conciencia de clase. Las huelgas en demanda de aumentos salariales y por un mejoramiento de las condiciones laborales crearían tensiones políticas… Pero la `disciplina de las fábricas´ y la `estabilidad política´ son más apreciadas por los dirigentes de las fábricas que las ganancias. Su instinto de clase les dice que el pleno empleo duradero es erróneo desde su punto de vista y que el desempleo constituye una parte integral del sistema capitalista normal.”

 

  Así, se multiplicaban las demandas salariales, se perdía la disciplina en las fábricas y se generaba el descontento de unos trabajadores casi exclusivamente interesados en consumir más bienes, más ocio y esas crecientes medidas de protección estatal, que se les ofrecían a cambio del consenso. Ahora bien, esa relajación laboral -con muy poco coste de oportunidad para el trabajador cuando hay pleno empleo- y la pérdida de la mesura reivindicativa -cuando la indiciación de los salarios no respetaba la evolución de la productividad-, deterioraban el equipo productivo y reducían drásticamente la productividad hasta el punto de amenazar seriamente la existencia misma de los beneficios empresariales.

 Todo ello iba acompañado de un creciente desequilibrio macroeconómico. Pues bajo el peso de una progresiva burocratización, el sector público de las economías occidentales se había ido convirtiendo en una especie de saco sin fondo, adonde iban a parar las explotaciones y actuaciones no rentables para el sector privado, la protección social permanentemente reivindicada por la población, y todo un ejército de funcionarios, que hacían aumentar sin medida los desembolsos necesarios para el gasto corriente de las Administraciones Públicas.

  No obstante, una vez que la crisis se hizo evidente, los gobiernos no sólo mantendrían el ritmo del gasto social, que al fin y al cabo era el soporte principal de su legitimación política, sino que, al producirse en las décadas posteriores el desempleo masivo y crónico, y aumentar la entrada al mercado de trabajo de las mujeres y de unas nuevas cohortes generacionales de población activa, comparativamente mucho más nutridas por el llamado “baby boom” demográfico de los años sesenta, y reducirse, al mismo tiempo, la recaudación impositiva, los ingresos públicos mermarían muy rápidamente, incurriendo en déficits públicos cada vez más elevados, lo que haría mucho más dificil la aplicación de las tradicionales recetas keynesianas de política económica, que habían permitido gobernar de manera estable y satisfactoria las democracias liberales europeas durante los años de la expansión, precisamente cuando los crecientes niveles de desempleo hacían más necesaria la intervención estatal.

  Desde la perspectiva económica neoliberal, los elementos fundamentales desencadenantes de la crisis del modelo de crecimiento de la postguerra no eran muy diferentes, aunque, como seguidamente veremos, sí lo fuera el alcance causal atribuido a sus diversos elementos.  

  Según el profesor Rojo, un muy cualificado representante de la nueva ortodoxia económica, las perturbaciones que afectan a todas las economías europeas, en mayor o menor medida, dependiendo de sus respectivas posiciones relativas, tienen su origen en tres tipos de causas básicas:

  1º) El fuerte aumento de los precios del petróleo en 1973-74 y en 1979-80, así como el de otros alimentos y materias primas (…) En cada una de estas ocasiones, tales perturbaciones generaron efectos inflacionistas y depresivos en las economías europeas y afectaron negativamente a sus cuentas exteriores. Al mismo tiempo, introdujeron un cambio sustancial  en el marco condicionante del funcionamiento de esas economías: su relación real de intercambio con el resto del mundo había mejorado en más de un 20% durante el período 1950-70, contribuyendo a la expansión de la economía europea de postguerra; pero, en 1981, esa relación real de intercambio se encontraba ya un 30% por debajo de su nivel en 1973, con la consiguiente pérdida de renta disponible europea en favor del resto del mundo, y, concretamente, de los países productores de petróleo. Esa pérdida de renta disponible, según la ortodoxia económica dominante, 1) requería descensos en los costes reales del trabajo para mantener los niveles de empleo; 2) implicaba reducciones de los tipos de beneficio, que incidían negativamente sobre la demanda de inversión; e iba unida a 3) variaciones considerables en la estructura de costes y precios relativos que afectaban a la composición de la demanda agregada, así como a las técnicas preferibles de producción y que, por tanto, 4) aceleraban la obsolescencia de piezas importantes del capital productivo instalado.

  2º) Un segundo tipo de perturbaciones se produjo por la modificación del esquema de ventajas comparativas internacionales en favor de un grupo de países, los NICs, de nueva industrialización -principalmente, los llamados "dragones del Pacífico", Corea del Sur, Taiwan, Hong-Kong, Singapur, Malasia y otros de Extremo Oriente, Indonesia, Filipinas, etc., pero también otros como India, China, Brasil o México. La competencia económica con los productos comerciales e industriales de estos países empezó a ser irresistible para Europa en sectores como el textil, la confección y el calzado, la electrónica de consumo, la siderurgia y la construcción naval, es decir, en aquellos sectores donde tradicionalmente la industria europea había desempeñado papeles de liderazgo clave y donde por tanto el empleo industrial era muy elevado.

  3º) Por último, el ajuste europeo a estos problemas se habría visto condicionado por un tercer tipo de perturbaciones: las procedentes de la política monetaria norteamericana. La inflación mundial de 1972-73, las fluctuaciones del dólar desde 1973 y el alto nivel de los tipos de interés en los mercados financieros internacionales desde 1979 tienen ese origen estadounidense y habría ocasionado considerables perturbaciones a las economías europeas.        

  Pero las economías europeas se han resistido a adaptarse rápidamente a las nuevas circunstancias económicas internacionales. Después de la II Guerra Mundial, y al hilo tanto del crecimiento económico prolongado de las décadas de los 50 y 60, como del llamado consenso social-democrático, la mayor parte de los países europeos construyen el Welfare State, con sus sistemas de bienestar social y de concertación de intereses, que, según la incipiente ortodoxia económica que comienzan a establecer tanto el FMI, como el Banco Mundial, implican rigideces excesivas en los imprescindibles procesos de adaptación de las economías europeas a las nuevas realidades de la economía y el comercio internacionales.

  La inmediata adaptación, no obstante, implicaba importantes costes sociales y políticos para los países europeos, por lo que la mayoría de ellos intentarán eludir los ajustes en los años 70, pretendiendo diluir en el tiempo los efectos de las perturbaciones recibidas. Así llegan a finales de los 70 con altas tasas de inflación, frecuentes desequilibrios de sus cuentas exteriores, déficits públicos crecientes y tasas de paro en aumento. Sólo aquellos países que habían seguido políticas antiinflacionistas más rigurosas presentaban a finales de la década mejores resultados comparativos en crecimiento y empleo.

  Ante tal situación, agravada en 1979-80 por el segundo encarecimiento súbito de los precios de los productos petrolíferos y la adopción de una política anti-inflacionista por parte de la economía norteamericana, Alemania inicia lo que inmediatamente se convertirá en nueva política económica europea. Dicha política se propone una reducción de la tasa de inflación y de los tipos de interés, a través de políticas monetarias restrictivas y de políticas fiscales tendentes a contener y reducir los déficits públicos. Con objeto de recuperar la rentabilidad de las empresas y crear empleo, se propone la moderación salarial y, en todo caso, se renuncia a políticas neokeynesianas de expansión de la demanda.

  Durante la primera mitad de la década de los 80, tales políticas obtienen en Europa resultados positivos, estimulados, además, por la reactivación económica norteamericana de 1983-84, y, luego, por la propia demanda europea. 

  Ahora bien, la interpretación liberal-conservadora de la crisis económica parece incurrir en la falacia lógica post hoc, ergo propter hoc, al calificarla como “crisis energética”, considerando que estuvo principalmente causada por las súbitas e intensas alzas de los precios del petróleo. Pues, aún cuando sea innegable el impacto económico inmediato de la subida de los precios del petróleo sobre las economías europeas, cabe plantear por qué no se regresa a la situación anterior de indiscutida viabilidad del modelo de crecimiento de la postguerra, a partir de los importantes descensos de tales precios de la segunda mitad de la década de los ochenta… Sin duda, deben de haber sido otros los factores realmente determinantes del curso posterior de los acontecimientos. Es decir, que más allá de su condición de causa concomitante en el desencadenamiento de la crisis económica, el peso relativo de la “crisis energética” en la definitiva formulación del diagnóstico de dicha crisis, ha debido de ser menor que el de las restantes concausas. Sobre todo, porque, como ha señalado a ese respecto Juan Torres,

  “los estudios empíricos ponen de manifiesto que la incidencia de la `crisis del petróleo´ fue bastante reducida sobre las grandes magnitudes económicas. Nordhaus concluyó que sólo pueden explicar un 6 por 100 de la disminución de la tasa media de crecimiento del PNB, un 11 por 100 del aumento de la tasa de inflación, un 10  por 100 del aumento de la tasa de desempleo y un 6 por 100 de la reducción de la tasa de crecimiento de la productividad.”     

   

  Seguidamente, veremos qué papel concreto asignan las diferentes interpretaciones de la crisis a sus diversos elementos integrantes, y en qué medida ello influye tanto en el diagnóstico, como en el tratamiento propuesto para su superación.                

                  II. LAS INTERPRETACIONES DE LA CRISIS

                                               “What do we perceive besides our own ideas and perceptions?”

                                             G. Berkeley , Principles of Human Knowledge, 4.  

  En ese nuevo contexto de la crisis del modelo de crecimiento de la postguerra, las políticas reformistas socialdemócratas no sólo dejaban de ser apropiadas, sino que en sí mismas constituían un serio obstáculo para la efectiva recuperación de los beneficios empresariales. Uno de los primeros autores en ponerlo de manifiesto habría de ser un economista neomarxista norteamericano, James O'Connor, en su justamente célebre obra La crisis fiscal del Estado, publicada en 1972 -aunque ya en 1970, en un artículo de  idéntico título publicado en la revista Socialist Revolution (nº 1, Enero-Febrero de 1970, Pp. 12-54)-, había enunciado lo fundamental de su tesis, según la cual el Estado capitalista moderno estaba dedicado a “dos funciones esenciales y con frecuencia contradictorias”: primero, el Estado debe asegurarse de que tenga lugar una inversión neta continua, una formación de capital o un proceso de acumulación de capital por parte de los capitalistas. Esta es la “función acumulativa” del Estado; junto a ella, y simultáneamente, el Estado debe preocuparse por mantener su propia legitimidad política, proporcionando a la población los adecuados niveles de consumo, salud y educación. Esta sería la “función de legitimación” del Estado.

    “Nuestra primera premisa -escribe O’Connor- es que el Estado capitalista debe tratar de cumplir dos funciones básicas, a menudo contradictorias: acumulación y legitimación. Esto significa que el Estado debe tratar de mantener o crear las condiciones en las que sea posible la acumulación provechosa de capital. Pero el Estado también debe tratar de mantener o crear las condiciones de la armonía social. Un Estado capitalista que use abiertamente sus fuerzas coercitivas para ayudar a una clase a acumular capital a expensas de otras clases, pierde su legitimidad y por ende socava las bases de la lealtad y el apoyo hacia él. Pero un Estado que ignore la necesidad de ayudar al proceso de acumulación de capital, corre el riesgo de secar las fuentes de su propio poder, la capacidad de producción de plusvalía de la economía y los impuestos derivados de esta plusvalía (y otras formas de capital).” 

  Pero, ¿por qué esas funciones son contradictorias entre sí? Aunque O’Connor no lo dice claramente, sí suministra numerosos ejemplos de tendencias deficitarias del presupuesto, la inflación y el rechazo social a las subidas de los impuestos ocasionadas por la expansión de lo que denominaba el Warfare-Welfare State, por lo que, en definitiva,

 “la acumulación de capital social y gastos sociales [para la salud, la educación

y el bienestar] es un proceso irracional desde el punto de vista de la coherencia

administrativa, la estabilidad fiscal y la acumulación de capital potencialmente

provechosa.”                                                                                 

  Ahora bien, esa tesis sobre las causas de la crisis sería inmediatamente reelaborada a su propia conveniencia por el pensamiento conservador, iniciando con tan peculiar reelaboración una auténtica ofensiva contra el modelo social europeo, que tendrá consecuencias de largo alcance. Albert Hirschman ha destacado el carácter ambiguo, manipulatorio e incluso contradictorio, de la recepción de esa tesis de O'Connor por parte del pensamiento conservador,

 “[l]a opinión conservadora se dió cuenta bastante pronto de su propia afinidad con la tesis de O'Connor. Sólo que en lugar de ver los gastos en aumento del Estado del Bienestar como algo que minaba el capitalismo, transformó el argumento y proclamó que esos gastos, con sus consecuencias inflacionarias y en otros aspectos desestabilizadoras, eran una grave amenaza para la gestión democrática.

              (...) La inestabilidad política amplificada o el malestar de varios países occidentales clave tenía en realidad orígenes muy diversos: el escándalo Watergate en los Estados Unidos, la debilidad tanto de los gobiernos conservadores como laboristas en Gran Bretaña, la brusca escalada del terrorismo en la Alemania Occidental y las incertidumbres de la Francia postgaullista. Sin embargo, muchos analistas políticos tendieron a hablar de una general `crisis de gobernabilidad (o ingobernabilidad) de las democracias´ como si fuera una aflicción uniforme. Hubo también mucha palabrería acerca de la `sobrecarga gubernamental´, término que insinuaba el comienzo de un diagnóstico de la crisis señalando con el dedo acusador a diversas actividades no mencionadas del Estado.

           Estas preocupaciones estaban tan difundidas que fueron escogidas como campo de estudio por la Comisión Trilateral, grupo de ciudadanos prominentes de Europa Occidental, Japón y Estados Unidos que se había constituido en 1973 para considerar problemas comunes. En 1975 fue esbozado un informe de la Comisión por tres prominentes científicos sociales y se publicó en 1975 con el llamativo título de The Crisis of Democracy. El capítulo referido a los Estados Unidos, escrito por Samuel Huntington, se convirtió en una declaración ampliamente leída y muy influyente. Manifestaba un nuevo argumento tendente a responsabilizar a la reciente expansión del gasto en bienestar social de la llamada crisis de gobernabilidad de la democracia estadounidense. El razonamiento de Huntington es bastante franco, aunque no desprovisto de ornamento retórico. Una primera sección acerca de los acontecimientos de la década de los sesenta parece celebrar inicialmente la `vitalidad´ de la democracia estadounidense expresada en el `renovado compromiso con la idea de igualdad´ para las minorías, las mujeres y los pobres. Pero pronto el lado oscuro de este impulso en apariencia excelente, el costo de ese `brote democrático´, se desnuda en una frase lapidaria: La vitalidad de la democracia en los Estados Unidos en la década de los sesenta produjo un aumento considerable de actividad gubernamental y una disminución considerable de la autoridad gubernamental (pág. 64; subrayado en el original). La disminución de la autoridad está a su vez en el fondo de la `crisis de gobernabilidad ´.

          ¿Cuál era pues la naturaleza del aumento de actividad gubernamental, o `sobrecarga´, que estaba tan íntimamente ligada a ese sombrío resultado? En la segunda mitad de su ensayo Huntington contesta a esta pregunta señalando el aumento absoluto y relativo de varios gastos para la salud, la educación y el bienestar social en la década de los sesenta. Llama a esta expansión el `giro al bienestar´ (Welfare Shift), en contraste con el `giro a la defensa´ (Defense Shift) mucho más limitado que siguió a la guerra de Corea en la década de los cincuenta. Aquí menciona destacadamente a O'Connor y su tesis neomarxista, que ve también en la expansión del gasto en bienestar una fuente de `crisis´, y critica sólo a O'Connor por haber interpretado erróneamente la crisis como del capitalismo -es decir, como económica, en lugar de esencialmente política por su naturaleza.

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          El resto del ensayo se dedica a una vívida descripción de la erosión de la autoridad gubernamental durante los últimos años sesenta y los primeros setenta. Extrañamente, en sus conclusiones Huntington no retorna al Estado benefactor que había identificado anteriormente como el culpable original de la `crisis de la democracia´, y aboga simplemente por una mayor moderación y menos `credo apasionado´ en la ciudadanía como remedios a los males de la democracia. No obstante, todo lector atento al ensayo en su conjunto saca de esa lectura la sensación de que, en buena lógica, hay que hacer algo con el ...

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