“Cuando la mujer anunció que estaba preparada, el médico entregó al Coronel tres pliegos dentro de un sobre. Entró al cuartel, diciendo: ‘Es lo que no decían los periódicos de ayer’. El Coronel lo suponía. Era una síntesis de los últimos acontecimientos nacionales impresa en mimeógrafo para la circulación clandestina. Revelaciones sobre el estado de la resistencia en el interior del país. Se sintió demolido. Diez años de informaciones clandestinas no le habían enseñado que ninguna noticia era más sorprendente que la del mes entrante” (Pág. 24)
La otra censura, la religiosa –cuánta razón tenía Sartre al decir que religión y verdugo siempre juegan del mismo lado-, está muy ligada a aquello que permite el gobierno, y opera en distintos niveles: unos tan elementales como no poder prendar los anillos de compromiso para comer, por considerar éstos como sagrados –es lo que el padre Ángel piensa cuando la mujer del Coronel se lo consulta-, y otros, más generales, menos abstractos, como el de determinar qué puede ser visto o no en el cine:
“Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo. La esposa del Coronel contó doce campanadas. - Mala para todos –dijo-. Hace como un año que las películas son malas para todos (Pág. 21)
Lo que desearía resaltar al respecto de esas “campanas de la censura” que siempre hemos escuchado repiquetear en Colombia, y que en esta novela están sutil, pero contundentemente señaladas, es el hecho de que en la guerra y en la coerción siempre existen dos caras: la del vencedor y la del vencido; caras que encuentran una expresión aquí en las figuras del Coronel y su compadre Sabas. Para el primero, todo lo que ha venido después de la guerra es miseria y privaciones, una inútil persistencia en lo que nunca llega. Esa es una de las cosas que su mujer reclama en alguna de las habituales discusiones con su marido:
“El Coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable. - Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar. - El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento. - También tenías derecho a que te dieran un puesto cuando te ponían a romperte el cuero en las elecciones –replicó la mujer-. También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada y tú estás muerto de hambre, completamente solo. - No estoy solo –dijo el Coronel (Pág. 83)
El compadre Sabas, en cambio, supo cosechar con hipocresía y sin reparo una posición holgada desde la guerra. No le importó ir en contra de sus idearios políticos o vender antiguos compañeros; hizo de la guerra –como sucede tanto en nuestro país-, no un problema, sino un negocio, y se proveyó desde él toda clase de beneficios. Así trata de explicárselo el médico un día al Coronel, ante su estupefacción:
“- El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas –dijo el médico… Es un negocio tan redondo como su famoso pacto patriótico con el alcalde… ‘Mi compadre hizo ese pacto para salvar el pellejo’, dijo… A don Sabas le interesa la plata mucho más que su propio pellejo.”(Págs. 69-70)
as vivencias del coronel reflejan la situación en la que vivieron muchos veteranos de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), los cuales fueron reclutados cuando muchos de ellos eran apenas unos adolescentes, después vivieron sin recibir la llamada pensión por sus servicios.